Pedro ocupó el lugar que le estaba reservado a María y al resto de mujeres, en virtud de la conducta ejemplar de éstas y los atropellos cometidos por el apóstol. Pedro no vivió la humildad evangélica ejemplarmente, digamos. Los Evangelios contienen varios fragmentos donde se pone en duda la fe de Pedro (Mt 14, 22-33; Jn 18, 25-27).
María nunca renegó de Jesús (Lc 22, 54-62) ni protagonizó ridículas escenas propias de un alborotador (Jn 18, 10) ni de un asesino (Ac 5, 9-11), razón ésta por la que Pedro ejercía su poder sobre los cristianos.
Pedro introduce en la Iglesia el recurso al miedo, la represión y la condena (II Pe 2, 4-19), desoyendo las enseñanzas de Jesús. Precisamente Él les había enviado sólo a perdonar pecados en paz (Jn 20, 21-23).
Es por el miedo y el uso de la fuerza que Pedro impone su autoridad y se hace con el poder de la Iglesia.
¡Que distinto hubiera sido todo si María y el resto de mujeres no hubieran sido silenciadas por Pedro y los demás patriarcas!
Bien se ocuparon ellos de excluir del canon el apócrifo de María Magdalena, donde aparece una escena de Pedro provocando las lágrimas de ésta mientras la acusa de mentirosa. O del evangelio apócrifo de Tomás, donde Jesús pide "unir lo masculino y lo femenino, para que lo masculino no sea ya masculino y lo femenino no sea ya femenino".
No hace falta acudir a los apócrifos. En Mc 16,9-11 se confirma el desprecio de los varones ante las palabras ilusionadas de María Magdalena.
Yo ya no reconozco la autoridad de la cátedra de Pedro, pues se cimienta en el autoritarismo y el temor. En adelante, sólo reconoceré la autoridad espiritual de mujeres comprometidas con la libertad y el amor.