Escrito por Humberto Maturana.
Tomado del blog librepensador MALPENSADOS.
Consideraré ahora dos casos particulares: uno, la cultura básica en la cual los seres humanos modernos occidentales estamos inmersos, la cultura patriarcal europea, el otro, la cultura que sabemos ahora (Gimbutas, 1982 y 1991) la precedió en Europa, y que vamos a llamar cultura matrística. Como tales, estas dos culturas constituyen dos modos diferentes de vivir las relaciones humanas, y, según lo dicho antes, las redes de conversaciones que las caracterizan realizan dos configuraciones de coordinaciones de acciones y emociones distintas que abarcan todas las dimensiones de ese vivir.
Caracterizemos ahora a la cultura patriarcal y a la cultura matrística en términos de las conversaciones básicas que las constituyen a partir de cómo éstas aparecen en lo que hacemos en nuestra vida cotidiana.
Cultura patriarcal:
Los aspectos puramente patriarcales de la manera de vivir de la cultura patriarcal europea a la cual pertenece gran parte de la humanidad moderna, y que de aquí en adelante llamaré cultura patriarcal, constituyen una red cerrada de conversaciones caracterizada por las coordinaciones de acciones y emociones que hacen de nuestra vida cotidiana un modo de coexistencia que valora la guerra, la competencia, la lucha, las jerarquías, la autoridad, el poder, la procreación, el crecimiento, la apropiación de los recursos, y la justificación racional del control y de la dominación de los otros a través de la apropiación de la verdad.
Así, en nuestra cultura patriarcal hablamos de luchar en contra de la pobreza y el abuso cuando queremos corregir lo que llamamos injusticias sociales, o de luchar contra la contaminación cuando hablamos de limpiar el medio ambiente, o de enfrentar la "agresión" de la naturaleza cuando nos encontramos ante un fenómeno natural que constituye para nosotros un desastre, y vivimos como si todos nuestros actos requiriesen del uso de la fuerza, y como si cada ocasión para una acción fuese un desafío.
En nuestra cultura patriarcal vivimos en la desconfianza, y buscamos certidumbre en el control del mundo natural, de los otros seres humanos, y de nosotros mismos.
Continuamente hablamos de controlar nuestra conducta o nuestras emociones, y hacemos muchas cosas para controlar la naturaleza o la conducta de otros, en el intento de neutralizar lo que llamamos fuerzas antisociales y naturales destructivas, que surgen de su autonomía.
En nuestra cultura patriarcal no aceptamos los desacuerdos como situaciones legítimas que constituyen puntos de partida para una acción concertada frente a un propósito común, y debemos convencernos y corregirnos unos a otros, y solamente toleramos al diferente en la confianza de que eventualmente podremos llevarlo a él o a ella por el buen camino que es el nuestro, o hasta que podamos eliminarlo o eliminarla bajo la justificación de que está equivocado.
En nuestra cultura patriarcal vivimos en la apropiación, y actuamos como si fuese legítimo establecer por la fuerza bordes que restringen la movilidad de los otros en ciertas áreas de acciones que antes de nuestra apropiación eran de su libre acceso. Más aún, hacemos esto mientras retenemos para nosotros el privilegio de movernos libremente en esas áreas, justificando nuestra apropiación de ellas mediante argumentos fundados en principios y verdades de las que también nos hemos apropiado. Así hablamos de recursos naturales en un acto que nos ciega frente a la negación del otro que nuestro deseo de apropiación implica.
En nuestra cultura patriarcal, repito, vivimos en la desconfianza de la autonomía de los otros, y estamos apropiándonos todo el tiempo del derecho a decidir lo que es legítimo o no para ellos en un continuo intento de controlar sus vidas. En nuestra cultura patriarcal vivimos en la jerarquía que exige obediencia, afirmando que una coexistencia ordenada requiere de autoridad y subordinación, de superioridad e inferioridad, de poder y debilidad o sumisión, y estamos siempre listos para tratar todas las relaciones, humanas o no, en esos términos. Así, justificamos la competencia, esto es, un encuentro en la mutua negación, como la manera de establecer la jerarquía de los privilegios bajo la afirmación de que la competencia promueve el progreso social al permitir que el mejor aparezca y prospere.
En nuestra cultura patriarcal estamos siempre listos a tratar a los desacuerdos como disputas o luchas, a los argumentos como armas, y describimos una relación armónica como pacífica, es decir, como la ausencia de guerra, como si la guerra fuese la actividad propiamente humana más fundamental.
Cultura Matrística.
La cultura matrística prepatriarcal europea, a juzgar por los restos arqueológicos encontrados en la zona del Danubio, los Balcanes y área Egea (ver Marija Gimbutas, 1982), debe haber estado definida por una red de conversaciones completamente diferente a la patriarcal, No tenemos acceso directo a tal cultura, pero pienso que la red de conversaciones que la constituía puede ser reconstruida a partir de lo que es revelado en la vida cotidiana por aquellos pueblos que aún la viven, y por las conversaciones no patriarcales aún presentes en las mallas de la red de conversaciones patriarcales que constituye nuestra cultura patriarcal ahora. Así, pienso que debemos deducir a partir de los restos arqueológicos mencionados, que la gente que vivía en Europa entre siete y cinco mil años antes de Cristo, eran agricultores y recolectores que no fortificaban sus poblados, que no tenían diferencias jerárquicas entre las tumbas de los hombres y las mujeres, o entre las tumbas de los hombres, o entre las tumbas de las mujeres.
También podemos ver que esos pueblos no usaban armas como adornos, y que en lo que podemos suponer eran lugares ceremoniales místicos (de culto), depositaban principalmente figuras femeninas. Más aún, de esos restos arqueológicos podemos también deducir que las actividades cúlticas (ceremoniales místicos) estaban centradas en lo sagrado de la vida cotidiana en un mundo penetrado por la armonía de la continua transformación de la naturaleza a través de la muerte y el nacimiento, abstraída bajo la forma de una diosa biológica en la forma de una mujer o de una combinación de mujer y hombre, o de mujer y animal.
¿Cómo vivía este pueblo matrístico? Los campos de cultivo y recolección no eran divididos, nada muestra que se pudiese hablar de la apropiación de ellos. Cada casa tenía un pequeño lugar ceremonial, además del lugar ceremonial de la comunidad.
Las mujeres y los hombres se vestían de una manera muy similar a los vestidos que vemos en las pinturas murales minoicas de Creta. Todo indica que vivían penetrados del dinamismo armónico de la naturaleza evocado y venerado bajo la forma de una diosa, y que usaban el crecimiento y decrecimiento de la luna, la metamorfosis de los insectos, y las diferentes formas del vivir de las plantas y de los animales no para representar las características de la diosa como un ser personal, sino que para evocar esa armonía, aunque toda la naturaleza debe haber sido para ellos un continuo recordatorio de que todos los aspectos de su propio vivir compartían su presencia, y estaban así preñados de sacralidad.
En la ausencia de la dinámica emocional de la apropiación, esos pueblos no pueden haber vivido en la competencia, pues las posesiones no eran elementos centrales de la existencia. Además, como bajo la evocación de la diosa madre los seres humanos eran, como todas las criaturas, expresiones de su presencia, y por lo tanto, iguales, ninguno mejor que los otros, a pesar de sus diferencias, no pueden haber vivido en las acciones que excluían sistemáticamente a algunas personas del bienestar que surgía de la armonía del mundo natural. Pienso por todo esto, que el deseo de dominación recíproca no debe haber sido parte del vivir cotidiano de esos pueblos matrísticos, y que éste vivir debe haber estado centrado en la estética sensual de las tareas diarias como actividades sagradas, con mucho tiempo para contemplar y vivir el vivir su mundo sin urgencia.
El respeto mutuo, no la negación suspendida de la tolerancia o de la competencia escondida, debe haber sido su modo cotidiano de coexistencia en las múltiples tareas involucradas en el vivir de la comunidad. El vivir en una red armónica de relaciones, como aquella que evoca la noción de la diosa, no implica operaciones de control o concesiones de poder a través de la autonegación de la obediencia.
Finalmente, ya que la diosa constituía, como he dicho, una abstracción de la armonía sistémica del vivir, la vida no puede haber estado centrada en la justificación racional de las acciones que implican la apropiación de la verdad.
Todo era visible ante la mirada inocente espontánea de aquellos que vivían, como algo constante y natural, en la continua dinámica de transformación de los ciclos de nacimientos y muerte. La vida es conservadora. Las culturas son sistemas conservadores porque son el medio en que se crían aquellos que las constituyen con su vivir al hacerse miembros de ellas al crecer participando en las conversaciones que las realizan.
Así, los niños de esa cultura matrística deben haber crecido en ella con la misma facilidad como nuestros niños crecen en nuestra cultura, y para ellos ser matrísticos en la estética de la armonía del mundo natural, debe haber sido natural y espontáneo. No hay duda de que tienen que haber habido ocasiones de dolor, de enojo, y agresión, pero ellos como cultura, a diferencia de nosotros, no vivían en la agresión, la lucha y la competencia, como aspectos definitorios de su manera de vivir, y el quedar atrapado en la agresión debe haber sido para ellos, por decir lo menos, de mal gusto. Ver también Riane Eisler 1990.
A partir de esta manera de vivir podemos inferir que la red de conversaciones que definía a la cultura matrística no puede haber consistido en conversaciones de guerra, lucha, negación mutua en la competencia, exclusión y apropiación, autoridad y obediencia, poder y control, bueno y malo, tolerancia e intolerancia, y justificación racional de la agresión y el abuso. Al contrario, las conversaciones de dicha red tienen que haber sido conversaciones de participación, inclusión, colaboración, comprensión, acuerdo, respeto y conspiración. No hay duda, de que la presencia de estas palabras en nuestro hablar moderno indica que las coordinaciones de acciones y emociones que ellas evocan o connotan también nos pertenecen a nosotros ahora, a pesar de nuestro vivir en la agresión. Sin embargo, en nuestra cultura reservamos su uso para ocasiones especiales, porque no connotan para nosotros ahora nuestro modo general de vivir, o las tratamos como si evocasen situaciones ideales y utópicas, más adecuadas para los niños pequeños del jardín infantil que para la vida seria de los adultos, a menos que la usemos en esa situación tan especial, que es la democracia.
El emocionar.
A medida que crecemos como miembros de una cultura, crecemos en una red de conversaciones participando con los otros miembros de ella en una continua transformación consensual que nos sumerge en una manera de vivir que nos hace, y se nos hace espontáneamente natural. Allí, en la medida en que adquirimos nuestra identidad individual y nuestra conciencia individual y social (ver Verden-Zoller 1978, 1979, 1982), seguimos como algo natural el emocionar de nuestras madres y de los adultos con los cuales convivimos, aprendiendo a vivir el flujo emocional de nuestra cultura que hace a todas nuestras acciones, acciones propias de ella.
En otras palabras, nuestras madres nos enseñan, sin saber que lo hacen, y nosotros aprendemos de ellas, en la inocencia de una coexistencia no reflexionada, el emocionar de su cultura, simplemente viviendo con ellas. El resultado es, que una vez que hemos crecido miembros de una cultura particular, todo en ella nos resulta adecuado y evidente, y, sin que nos demos cuenta, el fluir de nuestro emocionar (de nuestros deseos, preferencias, rechazos, aspiraciones, intenciones, elecciones) guía nuestro actuar en las circunstancias cambiantes de nuestro vivir de manera que todas nuestras acciones son acciones que pertenecen a esa cultura.
Esto, insisto, simplemente nos pasa, y en cada instante de nuestra existencia como miembros de una cultura hacemos lo que hacemos en la confianza de su legitimidad a menos que reflexionemos… que es precisamente lo que estamos haciendo en este momento. Y, haciéndolo entonces ahora, aunque sólo sea de una manera somera, miremos tanto en el emocionar de la cultura patriarcal europea como de la cultura matrística prepatriarcal, el hilado fundamental de las coordinaciones de acciones y emociones que constituyen las respectivas redes de conversaciones que las definen y constituyen como culturas diferentes.
Sin embargo, aún así, nuestra cultura presente tiene sus propias fuentes de conflicto porque está fundada en el fluir de un emocionar contradictorio que nos lleva al sufrimiento o a la reflexión. En efecto, el crecimiento del niño o niña en nuestra cultura patriarcal europea pasa por dos fases oponentes.
La primera tiene lugar en la infancia del niño o niña, mientras él o ella entra en el proceso de hacerse humano y crecer como miembro de la cultura de su madre, en un vivir centrado en la biología del amor como el dominio de las acciones que constituyen al otro como legítimo otro en coexistencia con uno, en un vivir que los adultos desde la cultura patriarcal en que están inmersos ven como un paraíso, como un mundo irreal de confianza, tiempo infinito y despreocupación.
El segundo comienza cuando el niño o niña es empujado o llevado a entrar “en el mundo real”, en la vida adulta, y comienza a vivir una vida centrada en la lucha y la apropiación en el continuo juego de las relaciones de autoridad y subordinación.
La primera fase de su vida, el niño o niña la vive como una danza gozosa en la estética de la coexistencia armónica propia de la coherencia sistémica de un mundo que se configura desde la cooperación y el entendimiento.
La primera fase de su vida, el niño o niña la vive como una danza gozosa en la estética de la coexistencia armónica propia de la coherencia sistémica de un mundo que se configura desde la cooperación y el entendimiento.
La segunda fase de su vida en nuestra cultura patriarcal europea, es vivida por el niño o niña que entra en ella, o por el adulto que ya se encuentra allí, como un continuo esfuerzo por la apropiación y el control de la conducta de los otros, luchando siempre en contra de nuevos enemigos, y, en particular, hombres y mujeres entran en la continua negación recíproca de su sensualidad y de la sensualidad y ternura de la convivencia.
Los emocionares que guían estas dos fases de nuestra vida patriarcal europea son tan contradictorios, que se oscurecen mutuamente. Lo corriente es que el emocionar adulto predomine en la vida adulta hasta que la siempre presente legitimidad biológica del otro se hace presente. Cuando esto pasa, comenzamos a vivir una contradicción emocional que procuramos sobrellevar a través del control o la autodominación, o transformándola en literatura escribiendo utopías, o aceptándola como una oportunidad para una reflexión que vivimos como un proceso que nos lleva a generar un nuevo sistema de exigencias dentro de la misma cultura patriarcal, o a abandonar el mundo refugiándonos en la desesperanza, o a volvernos neuróticos, o a vivir una vida matrística en la biología del amor.