23 de septiembre de 2010

Casilda Rodrigáñez y el deseo materno.

Por un comentario de María llegué a la web de Casilda Rodrigáñez y a su blog. Empecé a leer y me di cuenta de que todo lo que ella escribía era una forma ordenada y razonada de explicar lo que para mí eran sólo intuiciones caóticas e informes, vivencias dispersas que intento, desde mi condición de hijo, ordenar, por la liberación de mi madre y de todas las madres, incluída la de mi matriarca, mi mejor amiga.

Gracias María por remitirme a esta autora, ha sido toda una revelación.


Extraigo unos pocos párrafos de su libro que me han parecido geniales:

LA REPRESIÓN DEL DESEO MATERNO Y LA GÉNESIS DEL ESTADO DE SUMISIÓN INCONSCIENTE

El concepto de deseo materno provoca un cambio en nuestro universo semántico y simbólico, y un paradigma distinto de humanidad que incluye un paradigma de 'pareja' distinto. Como se dice en este libro, la unidad básica o pareja básica del tejido social humano no debería ser la sustentada por la líbido coital, sino la que sustenta la líbido materna. Aquí sí que hay que darle la vuelta a la tortilla, porque si en nuestras vidas y en nuestro universo simbólico no cambiamos el paradigma de pareja, creo honestamente que la humanidad no tiene salvación posible.

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La respuesta es que, tan presos y presas estamos del pensamiento falocéntrico en materia de sexualidad, que no nos podemos imaginar otra sexualidad que no sea la que depende del falo. Hasta tal punto que incluso el psicoanálisis tuvo que inventar mecanismos de asociación, de transferencia, etc., para explicar los deseos y pulsiones sexuales que no aparecían vinculadas al coito sino a otras funciones sexuales de la mujer y de las criaturas, y que el pensamiento falocéntrico no podía aceptar por sí mismas.

Así se llega a afirmar que el deseo que tiene el bebé del cuerpo materno es el deseo de acostarse con la madre, es decir, de realizar el coito con ella. Semejante disparate es el pilar sobre el que se ha construido el famoso Complejo de Edipo (del que trataremos más adelante), por el que se atribuye al recién nacido no sólo el deseo de consumar el coito con la madre sino también el deseo de matar al padre.
¿Cómo han conseguido que traguemos con esta barbaridad de que el bebé desea realizar el coito con la madre, cuando la verdad es algo tan elemental y evidente? Aunque bien es cierto que no es distinto que creerse, como se cree la mitad de Occidente, que Jesucristo está en la hostia consagrada.

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Por eso decimos que, en lugar de hablar de sociedad matrilineal sería más propio decir sociedades matrifocales o ginecofocales, porque la estabilidad y la economía de los núcleos humanos no estaba basada en el matrimonio -en la pareja heterosexual- sino en los grupos de mujeres con sus criaturas; los varones del grupo acudían a otros grupos para formar pareja por un tiempo determinado, pero estos emparejamientos no daban lugar a nuevas residencias y no constituían un grupo familiar nuevo; con lo cual, entre otras cosas, eran unos emparejamientos mucho más libres que los de ahora. No constituían un grupo familiar nuevo porque no había intención de crear o continuar linajes o estirpes, porque no había patrimonio que perpetuar; la maternidad estaba desligada del patrimonio y seguía sus propias leyes: las del deseo de protección, de cuidados mutuos y de proveer bienestar: la reproducción humana no podía estar vinculada a la reproducción del patrimonio porque no existía. Los varones, aunque pasasen épocas de su vida fuera, eran considerados miembros del grupo en el que habían nacido, y participaban en el dar y recibir bienestar y en la protección de las criaturas de su grupo, puesto que era lo que de niños habían recibido, aprendido y, en concreto, compartido con sus hermanas. Cuando se marchaban, la madre y las criaturas no quedaban desamparadas porque estaban protegidas por el grupo y parientes consanguíneos. En fín, dice Martha Moia que en los grupos ginecofocales la 'identidad' no era individual sino grupal. Las relaciones humanas se basaban en el afán de dar y recibir bienestar, satisfacción mutua y protección. Para esto no hace falta una identidad individual. La identidad individual aparece cuando hay que fijar herederos, primogénitos, esclavos, etc. (...) La represión exterior se organiza en torno a los patrimonios.

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Todo es propiedad privada (es decir, un patrimonio). Todo el planeta Tierra es propiedad privada; no queda un metro cuadrado sin acotar y sin propietario. Puedes comprar o vender un pedazo de tierra, incluso puedes regalarlo, pero siempre como una propiedad, como una posesión. Así ocurre con el deseo y con el amor. En cuanto aparece, inmediatamente es metabolizado por el sistema y transmutado en objeto de posesión; y si se resiste u ofrece dificultades a dicha metabolización, entonces sencillamente no puede ser, se le condena a la extinción. Dado que en este mundo la propiedad privada (y por lo tanto el patrimonio y por lo tanto la familia) es la garantía de no carecer, la posesión quita el miedo consciente -aunque nunca podrá hacer desaparecer el miedo inconsciente primario: esta es nuestra tragedia. Cuando poseemos y nos sentimos poseidos/as parece que no sentimos el miedo.

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El reconocimiento de que hay una líbido femenina maternal que se orienta hacia la criatura que la mujer alumbra, socaba los cimientos del discurso patriarcal. Este reconcimiento llevaría, entre otras cosas, al fin del matrimonio, es decir, de la pareja heterosexual monogámica estable como célula básica y principio de autoridad de la sociedad, y rompería lo que Deleuze y Guattari llaman la triangulación edípica del deseo. En realidad, el reconocimiento de que la sexualidad primaria es una sexualidad maternal, cóncava y no falocéntrica, no habría permitido una interpretación del mito de Edipo en los términos del Complejo de Edipo; habría conducido a la interpretación más sensata de Eric Fromm de que es en la violación del principio maternal donde se encuentra el orígen y el meollo de casi todas las neurosis.