En la cultura patriarcal, los machos creíamos (y algunos siguen creyendo) que no había nada que las mujeres pudieran enseñarnos. La autoridad moral siempre residía en algún hombre: el padre, el cura, el maestro...
En la construcción de nuestra identidad y de nuestra ética no nos parecía necesario recurrir a las mujeres para saber qué éramos ni qué queríamos llegar a ser. Ni se nos pasaba por la cabeza inspirarnos en una maestra espiritual o en una filósofa. Por no hablar de sacerdotisas: éstas eran inexistentes, pura fantasía.
Mirando a nuestro alrededor parecía que el liderazgo moral y espiritual fuera sólo cosa de hombres. En nuestra formación patriarcal, prescindir de los grandes machos de la cultura era una grave irresponsabilidad. Prescindir de la sabiduría femenina no comportaba ningún problema, se podía vivir perfectamente sin ellas.
También era posible durante el patriarcado, merced a cientos de distracciones y virtuosismos varios, vivir dando la espalda a experiencias trascendentales como el parto, el nacimiento de un nuevo ser, el embarazo, las necesidades de la infancia, el amor incondicional de muchas madres, la muerte, el sufrimiento,... sin que todo ello pareciera afectar a nuestras vidas. ¡Pero cuánta ignorancia prodigábamos! ¡Y cuán equivocados estábamos manteniendo nuestra reflexión racional en los límites de la experiencia fálica, ególatra y racional!
A pesar de que llevamos tatuados en nuestros pechos la prueba irrefutable (¡los pezones!) de que nuestros cuerpos eran originariamente femeninos, y a pesar de que en nuestras barrigas el ombligo nos habla de un largo periodo de simbiosis con una mujer (¡sí, nos formamos en el interior de una!), la atmósfera educativa patriarcal insistía a toda costa en querer alejarnos de la identificación con lo femenino. La androginia era demonizada y erróneamente confundida con la homosexualidad, siempre en clave homofóbica. Y desde luego, no se admitía bajo ningún concepto la construcción de una ontología que concibiera el Ser como femenino.
Durante siglos se esperaba de los padres que mitigaran todo atisbo de feminidad en sus hijos varones. Las madres no podían oponerse a ello, y eran ridiculizadas para que reprimieran su afecto y deseos. La cultura patriarcal ha educado a los niños en congeladores, y los cerebros congelados no sienten compasión.
Restaurar el liderazgo espiritual femenino:
El varón que ha integrado su androginia se transforma en un hombre completo. El "conócete a ti mismo" socrático en gran parte queda resuelto en la integración de los géneros: en el caso de los hombres, eso pasa por reconocernos en cada mujer. ¿Qué sucedería si la experiencia de la androginia en los varones no fuera una excepción a la norma, sino la norma?
Como toda experiencia mística, ontológica y transformadora, sólamente puede llegar a comunicarse en términos poéticos y analógicos. Tan sencilla frase como "soy una mujer", pronunciada por la boca de hombres, derrumbaría los cimientos de siglos de razón patriarcal, de lenguaje inflexible y dualista, para inaugurar una nueva ontología que reconociera a la Gran Madre como origen de toda vida y conciencia.
Por eso me parece urgente colocar el liderazgo espiritual femenino en el centro, recuperar la experiencia estética, los ritos iniciáticos y demás juegos sociales que nos permitan aprehender a los varones, ya desde jóvenes, nuestra profunda interdependencia con los ciclos de la naturaleza y la integración de nuestra esencia femenina y, en definitiva, humana.
Llevamos ya demasiados siglos perdidos sin rumbo. Necesitamos sacerdotisas, profetisas, poetisas, teólogas y filósofas. En primera línea. Nos jugamos en ello la salud mental y física de generaciones presentes y futuras. Y no hace falta vestirse con túnicas extrañas e inhalar humos: educadoras, periodistas, escritoras, profesionales,... cada cual en su cotidianidad puede ser la sacerdotisa que tanto necesitamos. Toda mujer segura de sí misma y libre, vital y comprometida.
Del olvido y represión de nuestras raíces femeninas nacen las más diversas desviaciones sexuales. Los casos de pederastia en la Iglesia me parecen un caso paradigmático. En un mundo de hombres, donde ninguna mujer nunca podrá enseñarle ni ofrecerle al hombre nada, la depravación sexual se abre paso impunemente.