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Ni Barbie ni Ken
He
escrito este artículo como un proceso de reflexión para mí misma,
que quiero compartir por si alguien quiere reflexionar conmigo. Es
demasiado largo y pido perdón a quien llegue hasta aquí y lo lea
entero (y ni remotamente he escrito todo lo que quiero decir).
También se trata de un tema delicado y rodeado de polémica, así
que aviso de que ésta es una reflexión personal de alguien que
piensa y cree ciertas cosas, y trata de darles forma a través de la
escritura. Es un tema sobre el que quiero aprender y llegar a
entender más cosas. Y escribo porque esta polémica me resulta
dolorosa y necesito encontrar soluciones.
Hace
unos meses leí una noticia que me dejó bastante consternada.
Aparecía en La Vanguardia con el título de Feminismo y trans: la guerra abierta,
haciendo alusión a la polémica provocada por la escuela feminista
Rosario Acuña, liderada por la catedrática Amelia Valcárcel,
durante sus jornadas de este verano sobre el concepto de género e
identidad. Las reflexiones sobre el género provocaron el rechazo de
la comunidad trans, pero leyendo la noticia tengo la sensación de
que se trata de un diálogo de sordos, o más bien de una ausencia de
diálogo. Sucede a menudo que los colectivos se enfrentan entre ellos
o unos contra otros, cuando debería ser imprescindible que todos
fueran a la par. Si las exigencias de unos son perjudiciales para los
otros, quizá deberían abrirse a un pensamiento común que los
reconozca a todos, porque ese pensamiento estará más cerca de ser
correcto.
Pero
han pasado más cosas este verano, porque da la casualidad de que
aproveché las vacaciones para leer por fin el ejemplar de El
segundo sexo de Simone
de Beauvoir que tenía abandonado en casa. No voy a decir nada nuevo
de este clásico del feminismo, que no hay que tomar como una biblia
sino situarlo en su contexto, como un hito en el camino que continúa
en el presente. De hecho, tuve la sensación de que De Beauvoir no
hablaba exactamente de las mujeres de su época, sino de las de
principios del siglo XX (el libro es de 1949), esas mujeres de clase
media encorsetadas en sus desesperantes vidas burguesas, entre
encajes y mojigaterías (al menos, me cuesta creer que mujeres de los
años 40 de ambiente urbano llegaran a la noche de bodas sin saber
cómo se hacían los niños). Como es de sobra sabido, la afirmación
principal de la obra es aquella de que “la mujer no nace, sino se
hace”. Lo revolucionario de este trabajo fue demostrar que las
mujeres no son inestables, emocionales, histéricas, superficiales,
caprichosas y pasivas porque eso es la “naturaleza femenina” y
están condenadas por sus organismos frágiles encadenados a las
labores reproductoras; es la represión a las que las somete la
sociedad, negándoles cualquier realización personal y obligándolas
a vivir a través del marido y los hijos, condenándolas a la
dependencia, sometiéndolas a discursos contradictorios e hipócritas
que las hacen enemigas de sus cuerpos y las llenan de miedos y
traumas. En las vidas de aquellas mujeres, el momento más terrible
llegaba cuando la niña descubría que nunca iba a ser capitán de
barco, ni iba a explorar el Amazonas, ni iba a ser doctora ni
arquitecta ni jinete de carreras, porque todo lo que iba a ser era
una mujer, una esposa, una madre. Ni sueños, ni talentos, ni
ambiciones, excepto los relacionados con el matrimonio. Muchas
mujeres se acomodaban a aquello que les habían enseñado, otras lo
hacían con dificultad. Ninguna de ellas pudo nunca llegar a ser todo
lo que realmente era.
Muchos
años y mucha lucha después, las ideas feministas han calado en la
sociedad, y ahora a las niñas se les dice que pueden ser lo que
quieran. Que nada en el cerebro de una mujer le impide estudiar
física, medicina, filosofía. Sin embargo, sigue abierto el debate
sobre las diferencias biológicas entre hombres y mujeres, o entre
sus cerebros. Es decir, es evidente que hombres y mujeres son
diferentes físicamente, pero la cuestión es si eso significa que
toda su existencia y sus capacidades se ven afectadas por esa
diferencia. Todavía estamos debatiendo qué es lo femenino y qué es
lo masculino. Bien, parece que ya ha quedado claro que lo femenino no
es cocinar, limpiar y criar hijos, mientras que lo masculino es la
acción y la victoria en su carrera profesional. Ha quedado claro,
parece, que las mujeres no tienen que ser débiles y pasivas,
mientras que los hombres son fuertes y activos. No se puede adjudicar
ninguna función específica al hombre ni a la mujer sólo por haber
nacido como tales.
De
Beauvoir decía “la mujer no nace”, pero una persona trans dice
“he nacido mujer (en un cuerpo de hombre)” o viceversa. El dilema
está entre concebir la identidad como innata, genética, o como algo
condicionado por el ambiente o la sociedad. Es el mismo asunto de la
búsqueda del “gen gay” que demostraría que una persona gay lo
es de nacimiento y no se trata de algo por lo que ha optado después.
Para mí, ahí está la trampa: los homófobos y sus terapias de
reconversión se aferran a esta última idea, para creer que se trata
de un proceso que puede deshacerse; para los gays que sufren
persecución es importante demostrar que su condición no es algo que
pueden cambiar voluntariamente, que no son “culpables” de nada.
Sin embargo, que una condición vital no sea innata sino condicionada
es algo totalmente opuesto a una elección voluntaria. No hay apenas
nada voluntario en lo que somos, es un proceso subconsciente que nos
ha conducido por una serie de reacciones o contrarreacciones al mundo
que nos rodeaba, y nos hemos construido sobre él de manera que sería
imposible deshacerlo, como lo sería derribar los cimientos de una
casa que ya ha sido edificada.
Los
niños son condicionados por la sociedad desde el minuto cero de su
vida. El hecho de que un niño de tres años grite y corra, mientras
una niña de la misma edad está sentada en silencio jugando con su
muñeca, no significa que esas son sus naturalezas innatas: a los
tres años han sido largamente aleccionados por las reacciones de los
adultos respecto a lo que se espera de ellos. Que la identidad sea
social no significa que sea inventada, ni que se pueda manipular, ya
que no hay una correspondencia directa entre el ambiente y cómo se
reacciona a él, es demasiado complejo para desentrañarlo; pero
siempre hay reacción. En cambio, caer en las ideas de innato
y genético es peligrosísimo porque convierte ciertas
características en inmutables y esenciales (como antes se
consideraba para las mujeres el ser pasivas y débiles) y cierra la
puerta al debate y al avance de las ideas. Y además es simplificador
e ignora los matices de la explicación sociológica. Decir que
alguien “nace trans” es como decir “nace mujer”.
Evidentemente, nace “algo”, pero ese algo va a ser definido por
unos parámetros sociales. Una persona trans o una mujer no serían
lo mismo de haber nacido en la Polinesia o en el Neolítico. Habrían
nacido lo mismo, pero en esas sociedades hubieran sido considerados
algo totalmente distinto.
Justo
después de leer El
segundo sexo, cayó en
mis manos el libro de Miquel Missé A
la conquista del cuerpo equivocado,
que me ha traído a la memoria la noticia de La Vanguardia. Así he
conocido la controversia que hay dentro mismo del mundo trans, y
leyéndolo he sentido más que nunca la necesidad de que personas
trans y feministas estén unidas, que sus discursos no pueden chocar,
que deben hacer frente común si queremos llegar a alguna parte.
Comprendo que las feministas se sientan consternadas cuando alguien
dice “he nacido mujer”, o “siempre me he sentido mujer”. Yo
soy una mujer y no tengo ni idea de lo que es sentirse mujer, quizá
porque lo que soy nunca ha chocado con mi cuerpo. Pero sí que he
chocado contra lo que se supone que debe ser una mujer. Me han dicho
que debía ser buena y caer bien, que debía ser guapa. Que si no era
guapa y delgada debía sentirme culpable, que debía esforzarme por
ser aceptada. Como mujer debía interesarme por los vestidos y la
moda, por las joyas y los perfumes; debía cambiar mi pelo, maquillar
mi cara, estar pendiente de lo que llevaba puesto; qué horror vestir
algo inadecuado, qué horror ser peluda, tener granos, arrugas,
canas. Debía ser madre porque es maravilloso y no podía perderme
esa experiencia. Los niños debían parecerme adorables. Debía tener
marido, o novio. No demasiados novios o qué dirían de mí. Desde
que era una adolescente rebelde me dediqué a llevar la contraria a
todo eso y no he cumplido ni una sola de esas expectativas.
Por
eso me pregunto qué significa ser mujer; en mi caso, no son ni los
intereses ni las capacidades. Entonces, creo que lo que me convierte
en mujer es la mirada de los demás: soy vista y tratada como mujer,
y tengo que reaccionar en ese sentido. Es algo que llevo totalmente
interiorizado. Esto es algo que también dicen las personas trans:
aparte de reconocer lo que veo cuando me miro al espejo, también
quiero que los demás me reconozcan como lo que soy. Todo el mundo es
identificado de alguna manera, y en esta sociedad dividida en dos
sexos, nadie es visto como indefinido. Te van a tratar diferente si
eres hombre o mujer, ya sea al comprar en una tienda, al caminar por
la calle, al pedir un crédito, al ir a hacerte una radiografía. No
importa que la diferencia en su reacción sea mínima, pero el
cerebro de los otros necesita ese clic que te coloca en una
categoría. Y tú también estás obligado a escoger, en qué sección
compras la ropa, a qué lavabo entras, qué casilla marcas en un
cuestionario. Las etiquetas son necesarias en la interacción social,
pero el problema viene cuando esas etiquetas son tan rígidas, cuando
la definición es tan importante.
El
problema de las etiquetas a mí siempre me ha resultado muy incómodo,
empezando por la de mujer o “femenina”. Por ejemplo, para la
comunidad trans fue muy importante identificarse con ese término,
porque a partir de entonces pudieron ser eso, una comunidad. Como
dice Miquel Missé, anteriormente existían personas que tenían
prácticas homosexuales, pero a partir de cierto momento esas
personas se
convirtieron en
homosexuales, y lo que había sido un comportamiento pasó a ser una
identidad. No es lo mismo; crea una categoría, es importante para el
reconocimiento, ya que algo que se nombra existe por fin; pero
también simplifica, crea un estereotipo o un modelo que no todo el
mundo sigue. Llega un momento en que las etiquetas y las
subdivisiones son abrumadoras y confusas. Y peor aún, se vuelven
esenciales, innatas e inamovibles. Si caen en manos de la peor
ciencia, esa realidad puede ser simplificada al nivel de química y
hormonas y genes. Pero las realidades y comportamientos humanos no
son materia de experimentos científicos, son un producto de la
sociedad, de sus interacciones, de la realidad que crea. Eso no las
convierte en algo falso o imaginario, en absoluto. La realidad social
es la única realidad que tenemos.
Y
bien, de eso trata el libro de Missé y por eso es polémico, por el
mismo motivo que la comunidad trans choca con las feministas (no doy
por válido todo lo que dice el libro, ya que no tengo conocimiento
de muchas cosas; pero lo respeto como testimonio de una persona
trans). Cuando una mujer trans dice que “desde niña fui femenina,
quería llevar vestidos”, algo en la percepción de lo femenino
está fallando (exacto, yo tampoco quería llevar vestidos, ni jugar
con muñecas). La realidad de las personas trans es abrumadora y no
se puede negar: no encajan con el género que se les ha asignado y
quieren cambiar el cuerpo que tienen por otro con el que se
identifican. Eso no se puede discutir y toda la lucha posible debe ir
hacia el reconocimiento de su derecho, a ser como quieran ser, a que
eso no les cueste la vida ni ningún tipo de rechazo. Pero, por
favor, su lucha es nuestra lucha. La lucha de todo el que no encaja.
Las mujeres son el
segundo sexo porque el
primero son los hombres: el arquetipo, el modelo original de ser
humano, mientras que existe una variación de ellos que son las
mujeres. Desde Aristóteles, la mujer es un hombre imperfecto, un
hombre deformado, un hombre con aditivos. Las mujeres están
encerradas en los estereotipos que los hombres han creado para ellas,
pero los hombres también se encerraron en estereotipos, y en
general, estas etiquetas de masculino y femenino son de una rigidez
asfixiante. Esto afirma Missé, que quizá las personas trans no
encajan en el género que se les ha asignado, porque los géneros son
absurdamente rígidos y es imposible que nadie llegue a encajar
realmente en ellos. Quizá si este encorsetamiento se aflojara, las
personas podrían transitar libremente de un género a otro, porque
los identificadores femenino y masculino no serían tan peyorativos:
la forma de vestir, de moverse, los intereses, las prácticas
sexuales, no significarían automáticamente la censura o el
escarnio.
Entiendo
muy bien que las personas trans necesitan ser reconocidas y apoyadas,
y que aún están luchando fuerte por salir de la discriminación.
Entiendo que les resulte importante establecer que ni están enferm@s
ni loc@s, que son algo real, algo que siempre han sido. Pero no se
trata de que se conviertan en hombres y mujeres como los que han
existido hasta ahora, y se difuminen en la masa. Creo que ell@s más
que nadie deberían abanderar la lucha por dinamitar las etiquetas de
género; que puedan ser mujeres masculinas y hombres femeninos, como
lo podemos ser todos, estemos más o menos de acuerdo con nuestro
cuerpo, con cirugía o sin ella. Que esos niños que ahora se sienten
diferentes vean un horizonte abierto con todas las posibilidades que
pueden ser. Eso estará más cerca de la realidad humana, y sobre
todo, hará la vida menos dolorosa a muchas personas. Y si no estamos
de acuerdo en estos términos, no nos enredemos en una guerra de
acusaciones: pongámonos a hablar sobre ello, no demos nada por
supuesto, hagámonos preguntas. Nuestra lucha es la misma, sólo hay
una lucha, la lucha por la justicia.
-El
segundo sexo- Simone de Beauvoir. Siglo Veinte, 1987.
-A
la conquista del cuerpo equivocado- Miquel Missé. Egales, 2018.
Entrada publicada originariamente en La mano blanca de la luna
6 de septiembre de 2019
El precio de la blanca palidez
La
polémica sobre las cremas blanqueadoras de la piel que se venden en
oriente llega de vez en cuando a occidente a causa de algún anuncio
especialmente vergonzoso. Lo cierto es que la mayoría de estos
anuncios no podrían emitirse en Europa o América sin ser
denunciados, pero son de lo más corrientes en Asia (también en
África, pero sus mercados no son tan poderosos). Mucha gente remarca
la ironía de que medio planeta compre productos para broncearse,
mientras el otro medio los compra para palidecer. Sin embargo, sería
un error quedarse en esta comparación y achacar todo el asunto a una
cuestión de moda y estética. Como en todos los asuntos humanos,
éste tiene muchas otras facetas.
En
oriente como en occidente, durante milenios, la palidez fue un rasgo
de belleza. Es sabido que esto se debía al hecho de ser un marcador
social: los campesinos trabajaban al aire libre y el sol los tostaba,
mientras los ricos y nobles se podían permitir estar a cubierto y
mantener la piel pálida. He visto fotos familiares de campesinas en
los años 40 o 50, en que se las veía trabajando en el campo
cubiertas con grandes sombreros, pañuelos que les tapaban casi toda
la cara, guantes y pantalones largos, todo para evitar perder su
blancura, y parecer, aunque fuera una ilusión, que en realidad no
trabajaban.
Pero
para las clases altas esto estaba cambiando: en la mayoría de los
países occidentales, la fuerza de trabajo no era agraria, sino
proletaria; los trabajadores pasaban el día encerrados en fábricas
y oficinas; los altos empleados, los jefes y propietarios, o los que
no necesitaban trabajar, se podían permitir largas vacaciones en la
costa o en playas tropicales, en cruceros, en hoteles, etc. Por lo
tanto, estar bronceado se convirtió en el nuevo signo de prestigio
social. Estos conceptos se instalan en la mentalidad colectiva con
fuerza, porque el estándar se convierte en un mecanismo de presión:
de ahí el éxito de las cabinas de rayos uva; he visto mujeres
desesperadas por ponerse morenas antes de empezar a ir a la playa,
porque les daba vergüenza aparecer “demasiado blancas”; y tras
el verano he tenido que soportar las observaciones despectivas de
“¡qué blanca estás!” con el doble sentido de: ¡no has tenido
vacaciones!, mientras las susodichas presumen de su color chocolate
que implica estupendos viajes por las islas.
El
porqué este proceso no se ha dado en Asia tiene que ver con su
historia, marcada a fuego por el colonialismo. En la India, en el
sudeste asiático, y por mimetismo en otros países no directamente
colonizados, la cultura tradicional de aprecio por la palidez se
entremezcla con el sentimiento de inferioridad inculcado por varios
siglos de influencia occidental. El concepto de oscuridad igual a
suciedad se puede encontrar en muchos repugnantes anuncios de jabón
antiguos. Los nativos eran inferiores, salvajes, incultos... y
oscuros.
Otro
fenómeno importante que se daba en las sociedades colonialistas era
el de las capas intermedias de mestizos entre los blancos y los
nativos, capas de población que ocupaban lugares preferentes en la
administración y las estructuras coloniales: los nativos sabían
que, mientras más pálidos fueran, más posibilidades tenían de
ascender socialmente, de ser perdonados por su origen oscuro.
Desgraciadamente, éste fenómeno también era muy conocido entre los
negros de los Estados Unidos, donde se pueden encontrar también
viejos anuncios de cremas blanqueadoras: durante mucho tiempo, la
palidez era un grado de valor social, fomentado por los propios
afroamericanos, ya que podía facilitarles el acceso a trabajos mejor
pagados. Posiblemente, aún ahora la palidez supone un rasgo que
inconscientemente sigue significando una mayor aceptación por parte
de la cultura blanca.
Porque
la valoración de la palidez tampoco ha desaparecido del todo en
occidente, y la moda vuelve de tanto en tanto. No sé cómo está la
situación ahora, pero recuerdo temporadas de los ochenta y los
noventa, después de un verano machacando con los anuncios de cremas
para tostarse, llegar al otoño y descubrir que la nueva temporada
promocionaba “la tez pálida” (la industria de la moda, siempre
fomentando nuestra esquizofrenia).
En
los anuncios orientales, el tema del triunfo social está siempre
implícito: una chica (o chico) oscura/o es ignorada/o por todo el
mundo, hasta que una amiga o amigo le recomienda la crema en cuestión
que la vuelve pálida o pálido, y entonces los chicos y chicas caen
a sus pies, y en el trabajo es aplaudida/o por todos. Las marcas de
estas cremas son internacionales: Palmolive, Nivea, etc., con
productos especiales para el mercado asiático, que por supuesto son
tan falsos como las cremas rejuvenecedoras y otros timos que se
dedican a explotar las debilidades de las consumidoras: no hay ningún
producto que aclare la piel, tan sólo sería útil protegerse de los
rayos solares, pero no se puede ir más allá de lo que la genética
dicta. Existen, claro, tratamientos químicos que se pueden conseguir
por un pastón en las clínicas de estética, y que todas las ricas
se hacen. La mayoría son negativos para la piel y la salud, y el
resultado se parece tanto a la blancura como el tratamiento con
bótox se parece a la juventud. Pero dejando aparte estos productos
legales, para las mujeres pobres aún existen cremas ilegales de
fabricación china, muy extendidas en los mercados asiáticos y
africanos, que incluyen ingredientes como el mercurio y producen
graves lesiones en la piel de estas consumidoras que se han creído
el cuento de la crema milagrosa.
Los
estudios afirman que el mercado de las cremas blanqueadoras no hace
más que crecer, junto con las emergentes economías asiáticas. Para
muchas mujeres sigue siendo una cuestión vital: es sabido que
todavía una novia oscura debe pagar más dote en la India. Muchas
consumidoras lo defienden como una simple opción estética, y es
cierto que en los países asiáticos se percibe como algo normal.
Incluso algunas de estas cremas se normalizan evitando hablar de
blancura y aludiendo a “piel más brillante”, aunque las imágenes
promocionales ilustran lo que eso significa en realidad. Pero en un
mundo globalizado todo está a la vista del mundo entero. Los vídeos
de youtubers que prueban productos de belleza son visionados en todo
el planeta, y los de aquellos que prueban cremas blanqueadoras,
mostrando el antes y el después, están llenos de comentarios de
condena de habitantes de otros países donde esta actitud hiere la
sensibilidad, sobre todo de afrodescendientes en el primer mundo,
cuyas poblaciones han librado una larga batalla para valorar sus
rasgos no-europeos. Las cremas blanqueadoras no son inocuas: esconden
un rechazo de la propia identidad, un sentimiento de inferioridad y
una persecución de un ideal negativo e imposible, que, como todo en
el mercado de consumo, promueve una insatisfacción permanente que
sirve para multiplicar las ventas.
Artículo publicado originalmente en La mano blanca de la luna
8 de diciembre de 2015
Cállate
Hace tiempo que quería hablar de lo que
le pasó a la profesora Mary Beard, pero como siempre voy con retraso, ya
no es ninguna novedad. Pero quizá no es tan conocido.
Lo leí en un artículo de Elvira Lindo en El País: Las palabras hieren, que lo explica perfectamente, por lo que me apropio de él. Lo podéis leer completo en el link.
Había leído a la profesora Beard porque
es una excelente historiadora y yo soy fan de la historia clásica. De
pronto me entero que presentó una serie sobre la antigua Roma en la
televisión, supongo que parecida a montones de documentales similares
que he visto en la 2. Están llenos de señores con gafas de pasta y
chaquetas con coderas, así como de señoras con jerséis de lana y
abundantes canas, ejemplares clásicos de profesores universitarios. No
pensé que eso llamara la atención, pero parece ser que la serie de la
profesora Beard llegó a unos espectadores inesperados:
"Su programa provocó un aluvión de críticas insoportable. Lo
extraordinario es que esas críticas no se referían al contenido en sí
sino a su aspecto físico. Nuestra profesora tiene un aire no diferente
al de muchas eruditas entregadas desde su tierna juventud a los asuntos
intelectuales: luce una alocada melena blanca, sus dientes son
llamativos por su irregularidad, se permite detalles excéntricos en el
calzado o las gafas, y, lo que ha resultado más indignante para algunos,
muestra un impactante aplomo en su lenguaje corporal. A ella le importa
un pimiento no ser bella, pero no así a algunos críticos televisivos
que, ignorando las enseñanzas que generosamente pretende difundir, se
dedicaron desde el principio a describir la vestimenta poco cool
de la sabia dama. Con más crudeza aún se refirió a ella la jauría
tuitera, en donde los comentarios sobre su supuesta fealdad abundaron.
“Puta apestosa. Seguro que tu vagina da asco”. Este fue uno de los
interesantes tuits que la señora Beard cosechó. Lo curioso es que
haciendo caso omiso de esa ley no escrita que aconseja a los personajes
públicos no mirar lo que de ellos se dice en las redes, esta mujer, que
se había educado en el feminismo activo de los setenta, se puso manos a
la obra y decidió plantar cara a sus detractores. Alguien la ayudó a
localizar al autor de tan hiriente mensaje: era un estudiante, tenía 20
añitos. Beard llamó a su madre y habló con ella. También habló con el
autor de una web que colgó una foto de la investigadora con una vagina
sobreimpresa en su cara. Charló con ellos y con otros tantos y publicó
en su blog la crónica de estas conversaciones que, finalmente,
conformaron la interesantísima pieza que leyó en el Museo Británico
sobre el silencio impuesto a las mujeres en cuanto tratan de frecuentar
territorios tradicionalmente masculinos."
La conferencia del Museo Británico se titulaba Oh Do Shut Up Dear!, y no la he encontrado tal cual, pero sí otra que tal vez sea la misma, titulada The Public Voice of Women. En el link se puede escuchar y leer la transcripción.
"But the more I have looked at the threats and insults that women have received, the more I have found that they fit into the old patterns I’ve been talking about. For a start it doesn’t much matter what line you take as a woman, if you venture into traditional male territory, the abuse comes anyway. It’s not what you say that prompts it, it’s the fact you’re saying it. And that matches the detail of the threats themselves. They include a fairly predictable menu of rape, bombing, murder and so forth (I may sound very relaxed about it now; that doesn’t mean it’s not scary when it comes late at night). But a significant subsection is directed at silencing the woman – ‘Shut up you bitch’ is a fairly common refrain. Or it promises to remove the capacity of the woman to speak. ‘I’m going to cut off your head and rape it’ was one tweet I got. ‘Headlessfemalepig’ was the Twitter name chosen by someone threatening an American journalist. ‘You should have your tongue ripped out’ was tweeted to another journalist. In its crude, aggressive way, this is about keeping, or getting, women out of man’s talk."
No se trata de lo que las mujeres digan,
simplemente el problema es que hablen. No importan sus ideas ni sus
opiniones, el problema es que el discurso público pertenence a los
hombres, y las mujeres que lo invanden al hablar están molestando.
"Mary B. se miró al espejo e hizo recuento de todos aquellos insultos que
estaba recibiendo, “fea, gorda, vieja, puta, maloliente, desagradable,
mal vestida, mal follada, machorra…”. Duelen, ¿verdad? Se podría
escribir un ensayo sobre las mil maneras de ofender a una mujer. Pero
una vez que nuestra heroína afrontó la dureza de los insultos comenzó a
relacionarlos con una tradición que viene de antiguo: no se trata de lo
que una mujer diga, sino de que hable. Y entonces decidió investigar
sobre la naturaleza de quien insulta. ¿Qué pensaría usted de su marido,
de su hijo, de su hermano o de su mejor amigo si se enterara de que es
autor de tan repugnante prosa?"
Entrada publicada originalmente en La mano blanca de la luna.
11 de julio de 2015
El velo como bandera: tradición y modernidad de la mujer musulmana
Generalmente,
los artículos sobre inmigrantes musulmanes en Europa suelen
centrarse en dos temas: el terrorismo y el velo. Que esta prenda de
vestir sea un objeto de preocupación tan importante como la grave
amenaza terrorista demuestra que su valor simbólico se ha disparado
en los últimos años. El velo en menores (conflictos con las
escuelas) trasluce el temor a que las pequeñas estén siendo
manipuladas, obligadas a aceptar una sumisión al varón que en
Europa se combate desde hace al menos un siglo. Lo mismo sucede con
mujeres adultas en el caso del velo integral, signo extremo de la
negación física. Para la sociedad occidental, permitir que suceda
parece consentir que una forma de pensar contraria a las libertades
se vaya imponiendo, disfrazada de tradición. No vengo yo a
solucionar el tema del velo, pero sí a hacer varias reflexiones
después de algunas lecturas que he hecho. Hablar del velo significa
hablar de muchas otras cosas: religión, tradición, política,
racismo. Cada tema da para una enciclopedia, pero aún así se pueden
decir algunas cosas brevemente. Es más, se deben decir, porque en
estos temas nadamos en un océano de ignorancia.
The veil series
es un trabajo de la fotógrafa británica-iraní Sara Shamsavari, en
el que retrata a mujeres de Londres, París y Nueva York como muestra
del uso moderno y estético del hiyab.
Reinventar
la tradición
Como
explica la antropóloga Verena Stolke, las ideas sobre los
extranjeros que se han generalizado actualmente en Europa responden a
una nueva clase de exclusión que ya no es el antiguo racismo que
dividía a los seres humanos entre superiores e inferiores. El nuevo
“fundamentalismo cultural” hace las diferencias en función del
territorio, asignando a cada uno una cultura (e ignorando la propia
variedad de cada estado). Estas culturas son totalmente extrañas las
unas a las otras, y por eso cada una practica un etnocentrismo
“natural”: “El fundamentalismo cultural contemporáneo se basa
en dos suposiciones: que las distintas culturas son de una variedad
infinta, y que, dado que los seres humanos son intrínsecamente
etnocéntricos, las relaciones entre las culturas son por naturaleza
hostiles.” Los individuos que viven fuera de su territorio/cultura,
al ser ellos también etnocéntricos, se vuelven una amenaza para el
territorio en que están. Por eso, la emigración de gentes de un
territorio a otro es vista como un hecho problemático y preocupante
(no un hecho natural e inmemorial).
No
es un concepto muy diferente de lo que Olivier Roy llama
“neoetnicidad” en relación a la manera en que los países de
occidente han catalogado a los inmigrantes musulmanes. Primero, todos
comparten algo llamado “cultura musulmana”, como si la religión
definiera todos sus aspectos culturales, sin distinción entre países
de origen; segundo, les define el hecho de haber nacido en esos
países, sean o no creyentes, practicantes o técnicamente de otras
religiones (ateos, cristianos libaneses, etc.); tercero, el musulmán
es el otro, opuesto al autóctono (no al cristiano).
Este
proceso de catalogación y etiquetación del extranjero realizado por
Europa ha funcionado en las dos direcciones, porque los inmigrantes
también lo han asumido. Se da por hecho que al venir de su país
traen consigo “su cultura”, pero para la mayoría, supone pasar
de una sociedad donde la identidad religiosa era algo supuesto y
formaba parte de la estructura social, a otra sociedad donde su
religión es minoritaria, sus tradiciones no forman parte de la
mayoría, y donde su fe tiene que reivindicarse y hacerse notar para
existir. De pronto, el creyente necesita definirse, no ya como
integrante de una sociedad, que ya no existe, sino individualmente, y
aparte de cualquier tradición:
“La pérdida de visibilidad hace que el islam deba afirmase cada
vez más como una opción individual, [...]. En la actualidad la
problemática del velo llevado voluntariamente: es una reapropiación
y afirmación de uno mismo, y no ya un signo de conformismo social”.
Los hijos de
inmigrantes que quieren recuperar su identidad musulmana no lo hacen
recuperando la cultura de los padres, sino una supuesta “cultura
musulmana”, un islam “neutro”, descontextualizado,
individualista y de nueva creación. Este proceso no es diferente del
que se vive en los propios países de origen ante el reto de la
modernidad, las crisis políticas y el resto de problemas que los
sacuden. Este islam neutro y reinventado es el que se está
extendiendo, y uno de sus símbolos es el velo : “El velo se ha
convertido en un símbolo, aún sin serlo en propiedad […]. Ha
pasado de tratarse de una prenda con más sentido étnico y
tradicional que religioso y su uso estar casi erradicado en Egipto y
en el Cercano Oriente de los años sesenta, a retomar el protagonismo
perdido a causa de la presión ejercida, especialmente en las últimas
décadas, por los movimientos fundamentalistas.” (A. Motilla)
La
tradición del velo
Convertir
el velo en un símbolo del islam no es tarea fácil, porque no se
sustenta en ninguna obligación, no hay disposiciones claras e
identificables. Se suele citar la aleya 33.59 del Corán, donde se
prescribe que las mujeres “se cubran” con el yalabib,
que significa “vestido” o “túnica” a pesar de que a menudo
se traduzca por “velo”. Las primeras exégesis ya discutían cómo
interpretar las disposiciones del profeta, y a qué normativas debían
dar lugar. De estas disposiciones posteriores surgió lo que se llama
“código hiyab” de vestir: a partir de la pubertad, la mujer debe
cubrir todas las partes de su cuerpo que pudieran provocar miradas
lascivas, que son prácticamente todas excepto la cara, las manos y
los pies. La ropa que la cubre, además, no debe ceñir el cuerpo ni
ser transparente. Éstas ideas corresponden a una cierta escuela de
tradición, pero no son obligatorias. Ni el imam más estricto puede
decir que seguirlas es una obligación, tan sólo una opción.
Por eso, una mujer musulmana y devota puede optar por no seguirlas,
entendiendo que no forman parte del núcleo de la religión islámica.
Se
suele decir que el Corán otorgó a las mujeres unos derechos que
antes no tenían, aunque al leerlo en la actualidad resulte
retrógrado; pero hablamos del siglo VIII, y es cierto, la situación
de las mujeres en Arabia antes del islam era terrible. Sólo tenían
alguna seguridad las mujeres ricas o de familias poderosas; para
cualquier otra, existía la posibilidad de ser capturada en cualquier
momento y convertida en esclava de su captor, si no tenía de su lado
un marido o una familia lo bastante fuertes para recuperarla; y la
vida de esclava era miserable, hasta el punto de ser convertida en
factoría de hijos esclavos. Mahoma era especialmente sensible a la
suerte de los marginados, los miserables y los esclavos. Toda
su vida fue una negociación muy meditada para que sus ideas
innovadoras fueran aceptadas, como su revolucionaria idea de que las
mujeres heredaran en lugar de ser parte de la herencia, o que la
esclavitud de un hermano musulmán no era aceptable; en ocasiones no
lo consiguió, o con muchos trabajos: siguió habiendo esclavos, y
las mujeres siguieron sometidas, mucho más a medida que las
conquistas trajeron riqueza y poder. Si Mahoma era el modelo a seguir
por los musulmanes, éstos olvidaron pronto su forma igualitaria de
tratar a las mujeres, y su piedad para con los esclavos.
Pero
hay que volver a esa indicación de cubrirse, y entender a qué se
refiere. En este caso, el fracaso se hizo evidente.
Mahoma no consiguió convencer a los hombres de que debían respetar
a las mujeres sólo porque eran personas y musulmanas. La mujer
cubierta era una señora, mientras que la descubierta delataba su
condición de esclava, por tanto podía ser asaltada. Porque un
cuerpo a la vista es una tentación irresistible para un hombre, que
pierde toda capacidad de raciocinio y no puede contenerse. La base de
la idea del cubrimiento, sea éste como sea, es que el cuerpo de la
mujer es provocador y causante de la reacción del hombre, culpable
de lo que le pase. Esto es contrario al ideal de igualdad del islam,
que abomina de que un creyente violente a otro. Sucede lo mismo con
las disposiciones sobre el derecho del marido a pegar a su mujer; se
conservan innumerables hadices en que Mahoma abomina de ello, pero en
este caso su negociación fracasó. Pudo establecer unos derechos
matrimoniales y para los hijos, pero lo que pasara en cada casa era
un asunto doméstico.
Hay
grandes mujeres relacionadas con el Profeta, muy apreciadas en las
primeras épocas del islam, pero la historia las ha oscurecido o las
ha obviado, porque sus personas resultan incompatibles con la idea de
mujer sumisa. Khadija fue su primera esposa, quince años mayor que
él, viuda y mujer de negocios. Fue su primera seguidora, y Mahoma no
hubiera podido seguir adelante sin su apoyo. Aunque la poligamia era
corriente en su sociedad, nunca se casó con otra mientras vivió. Su
muerte tras veinte
años de matrimonio
fue un duro golpe para él. Después Mahoma reunió varias esposas,
muchas de ellas por causa de alianzas políticas, y la mayoría eran
viudas o divorciadas. Se casó con hijas de sus amigos y aliados,
como es el caso de Aisha, que fue su amor principal hasta su muerte.
Era una niña cuando se casaron, y sólo tenía 18 años al enviudar
del Profeta, pero se convirtió en un pilar de la comunidad
musulmana, una autoridad de referencia, capaz incluso de ir a la
guerra contra facciones contrarias. Un gran papel tuvo tambien Um
Salma, que era en cambio una mujer madura y de gran personalidad,
líder de las reivindicaciones de las mujeres musulmanas. Otra gran
mujer fue la bisnieta de Mahoma, Sakina. “Era alabada por su
belleza, lo que los árabes denominan belleza, una mezcla explosiva
de gracia física, inteligencia crítica y elocuencia corrosiva. Los
hombres más poderosos se la disputaban, califas y príncipes le
proponían matrimonios que ella desdeñaba por razones políticas. No
obstante, acabará casándose con cinco maridos, algunos dicen que
seis. Se disputó con unos, hizo declaraciones de amor inflamadas y
apasionadas a otros, llevó a uno ante los tribunales por infidelidad
y nunca consintió a ninguno la ta'a
(principio de
obediencia, clave del matrimonio musulmán). En sus contratos de
matrimonio, estipulaba que no obedecería al marido, que sólo haría
su antojo y que no le reconocía el derecho de poligamia, todo ello
debido a su interés por los asuntos políticos y la poesía. Seguía
recibiendo en su casa a poetas y asistiendo, a pesar de sus múltiples
matrimonios, a los consejos de los Coraix” (F. Mernissi). Como
ella, hubo otras mujeres barza,
“la que no se tapa la cara ni agacha la cabeza”, es decir,
desveladas. Un hombre o una mujer barz
son “conocidos por su raciocinio”, “de criterio apreciado”,
con una vida social que incluye organizar en su casa reuniones cultas
o políticas. Y todo ello estaba simbolizado en el rechazo al velo.
Eso fue en los primeros tiempos del islam, y ha pasado mucha historia
sobre todo ello.
Imagen promocional
de la web de moda islámica Al-humaira Contemporary. Al-humayyira
era el apodo cariñoso con que Mahoma llamaba a su querida Aisha, y
que Fátima Merissi traduce por “la pelirrojilla”. http://www.alhumairacontemporary.com/
El velo en
occidente y en España
El uso del velo es
anterior al islam, y responde a una concepción del cuerpo de la
mujer que se extiende por todo el Mediterráneo y Oriente Medio. Las
antiguas hebreas se cubrían la cabeza, así como las matronas
romanas. El cabello de la mujer históricamente ha sido considerado
seductor, y por tanto incitador del pecado. María Magdalena, ejemplo
de mujer pecadora aunque redimida, es la única santa que
tradicionalmente se representa sin velo. Esta enfatización del pelo
pecador de la Magdalena es tan intensa, que algunos retablos
medievales la muestran completamente cubierta por su cabellera hasta
los pies. Por el mismo motivo, hasta el Concilio Vaticano II a
mediados del siglo XX, las mujeres no pudieron entrar en una iglesia
con la cabeza descubierta, siguiendo la confusa disposición de San
Pablo en su primera carta a los Corintios (11, 10): “Precisamente
por esto [porque la mujer debe obediencia al hombre], y por causa
de los ángeles, [nunca he entendido esta expresión] la mujer
debe llevar sobre la cabeza una señal de autoridad [de la autoridad
del hombre sobre ella, el velo]”. Por tanto, las creencias y
prácticas musulmanas respecto al velo no corresponden a “otra
cultura”, sino a un trasfondo compartido por todos nosotros.
Marcas de moda
islámica de alta costura.
No se trata de un
enfrentamiento entre el “mundo cristiano” y el “mundo
musulmán”, sino entre una concepción laica de la sociedad y otra
donde la religión está muy presente. El rechazo al islam se engloba
dentro de los prejuicios occidentales hacia la religión en general,
que ahora es vista sólo como fuente de superstición e
irracionalidad. Los países musulmanes no pudieron realizar su propia
secularización, por diferentes motivos, en el siglo XX; ahora, se
produce una reislamización que, como se ha explicado antes, no es
una vuelta “a lo antiguo”, sino su negación, más bien una
reinvención identitaria.
Que el velo provoque
malestar en el secularizado occidente ha sido un incentivo para
convertirlo en un símbolo (es decir, que las dos posturas se
alimentan la una a la otra). Es significativo que las leyes que
intentan prohibirlo estén respaldadas por políticos de derechas,
mientras que los de izquierdas votan en contra. Los políticos
liberales se debaten entre luchar por la liberación de la mujer, o
en defensa de las libertades personales. Los políticos
conservadores, especialmente en España, se alinean con la xenofobia
tradicional, la que se remite a la Reconquista. El “moro” forma
parte del acerbo cultural, como una figura siempre al acecho que
ansía recuperar el territorio conquistado. La España tradicional no
está acostumbrada al extraño ni al diferente, ya que la sociedad ha
sido totalmente uniforme durante siglos. Juan Goytisolo escribió en
España y sus ejidos: “Si no somos racistas se debe ante
todo al hecho de que España fue el primer país moderno que
“resolvió” de modo tajante el problema de las razas, acosando,
persiguiendo, robando y expulsando por fin masivamente a moros y
judíos.”
Es la uniformidad, y
no tanto la laicidad, la que preocupa a la sociedad española, y
suele ser la causa de los conflictos en las escuelas, porque los
velos de las chicas se saltan normativas sobre la vestimenta de los
alumnos. La mayoría de los españoles no están acostumbrados a ver
gente diferente, y creen que la integración significa asimilación,
que los diferentes cambien sus tradiciones, su manera de vestir, su
religión, su idioma, y a poder ser su piel, o mejor que se
disuelvan, o mejor que no vengan, para que todos seamos lo mismo y se
mantenga inalterada “nuestra cultura”.
Qué significa el
velo
El velo se convierte
en bandera del islam, sin embargo es una bandera que sólo pueden
enarbolar las mujeres; desgraciadamente, los hombres musulmanes no
tienen símbolo alguno con el que identificarse, aunque tampoco
parece que lo reivindiquen. No hay que confundir este nuevo
movimiento con una simple tradición, porque tiene muchos otros
aspectos. Muchas mujeres de mediana edad que proceden de pueblos o
entornos tradicionales llevan el velo cuando vienen a Europa,
simplemente porque es lo que han hecho siempre. Es su forma
tradicional de vestir y se sentirían incómodas si no lo llevaran.
Ese velo no es de origen religioso, sino étnico (aunque es posible
que ellas no sean conscientes de la diferencia).
En cambio, no es
tradicional que mujeres de culturas que nunca han utilizado el hiyab
lo lleven ahora, como las mujeres indias o paquistaníes, las
indonesias o las del centro de África; generaciones de antepasadas
suyas fueron perfectas musulmanas sin utilizarlo. Tampoco se habían
visto nunca en la historia del islam a niñas de 8 o 10 años con
velo: es imposible considerarlo tradición. Éste es un velo de
moderna aparición, que se elige y en el que se deposita la
identidad. Se ha reinterpretado y se le han dado nuevos valores, ya
no relacionados con la tradición. Hay muchas páginas de internet en
que chicas modernas y occidentales reivindican el velo, y de paso, el
código hiyab de vestir, con argumentos como que es una reacción
contra la opresión que la moda y la imagen imponen a las mujeres.
Algo así como: nadie me juzga por mi aspecto... porque no pueden
verlo. Y de paso, como no voy provocando, los hombres no me acosan y
puedo ir tranquila por la calle (argumento que pueden contradecir las
mujeres de los países árabes, véase Egipto sin ir más lejos). No
deja de llamarme la atención la dispar situación de las mujeres
iraníes, que se cubren por ley desde hace décadas: las jóvenes que
han vivido esta obligación abominan del velo, y discurren mil
maneras de saltarse las disposiciones y liberar sus cabellos y su
cuerpo. No rechazan la religión, sin embargo, pero han sufrido en
sus carnes que el paraíso islámico no existe sin libertad.
En la mayoría de
los testimonios que he leído, las chicas afirman que no se sienten
oprimidas, que para ellas el velo no significa opresión, sino algo
muy diferente. El hiyab está de moda, como se puede comprobar en las
fotos que acompañan este artículo, sacadas de páginas de moda
islámica. Ninguna de estas mujeres parece nada oprimida, y dudo que
se sientan así. Están muy lejos del chador, del niqab, y por
supuesto del burka. Estas imágenes fashion son un magnífico
ejemplo de islam reinventado que ignora su propia historia, en este
caso la historia del velo y de lo que significa, de las mujeres
barza, de Sakina y tantas otras.
Es evidente que el
velo es una imposición masculina, no porque las mujeres o las niñas
que lo llevan hayan sido coaccionadas para ello, sino porque forma
parte de la cultura patriarcal, y su vuelta ha sido propiciada por el
auge del fundamentalismo. También es evidente que éste se alimenta
del anti-imperialismo heredado de la descolonización, y que incluye
un sentimiento anti-occidental. Esto hace que las jóvenes rechacen
los valores occidentales, y adopten las formas más restrictivas de
religiosidad. No se trata sólo de una manera de vestir, sino de una
actitud de represión que abarca muchos aspectos de la vida. Muchas
veces me he encontrado con el comentario: “sólo es un trozo de
tela”, como si fuera una banda, una gorra, un pin que uno lleva
para identificarse con su equipo de fútbol o su partido político.
Pero el velo se lleva en todo el cuerpo, en toda la vida, en cómo se
vive, en todo lo que se hace. Por ejemplo, aquí, en mi ciudad,
nunca he visto a una mujer con velo tomando el sol en la playa, o
bailando en las fiestas del barrio (y eso que hay conciertos para
todos los gustos), o haciendo running (y me cruzo con decenas de
runners cada día). Son cosas que hace gente muy variada, con
diferentes gustos u opiniones. Son acciones, éstas u otras
parecidas, sin connotaciones, universales e intemporales. Se hacen
con el cuerpo. Ellas no las hacen.
Se puede llevar el
velo como símbolo de lo que apetezca, pero si estas mujeres están
dejando de hacer algo con su vida sólo porque no es lo correcto,
no es apropiado, no lo debe hacer una mujer decente/buena
musulmana... Eso es volver a María Magdalena, a la mujer
pecadora/la mujer decente, a la mujer pública/la mujer privada. La
mujer que sólo se define por lo que el hombre ve/no ve de ella. Cuyo
centro de interés y única referencia es su cuerpo. Unos conceptos
bien conocidos en las culturas mediterráneas, antiguos, arraigados,
y que no tienen NADA que ver con la religión. A mí que no me
intenten vender ese cuento.
Sin embargo, yo no
estoy a favor de ninguna prohibición, ni de ninguna ley en contra.
No creo que sea un asunto de leyes. El velo es un signo de los
tiempos y lo que hay que hacer es entender los tiempos e ir a la
verdadera raíz de los problemas. La actitud de “a favor o en
contra” no sirve de nada, y espero, como en todo, encontrar un
punto intermedio. Me gustaría ver a las mujeres con velo haciendo
todas las cosas que he dicho antes, que se pongan o se quiten el velo
cuando crean que deben hacerlo, que tengan una idea positiva de sus
cuerpos y no los vean como fuente de pecado. El verdadero problema es
el de la identidad: por parte de los inmigrantes, que han de
reinterpretarla, y no pueden limitarse a la asimilación; por parte
de las sociedades de acogida, que han de entender que la uniformidad
es irreal y que su identidad nacional no puede basarse en ideales
trasnochados. No es un tema fácil ya que interfiere con el de la
violencia terrorista. Las crisis económicas, además, provocan el
extremismo y la utilización electoralista de la xenofobia. Por ello
se impone más que nunca revelar la auténtica naturaleza de los
conflictos, y hacer ver que las culturas son fluctuantes, mutantes,
adaptables y siempre deben ser enriquecedoras.
Lecturas
recomendadas:
GOYTISOLO, Juan
(2003). España y sus ejidos. Majadahonda: Hijos de
Muley-Rubio.
MERNISSI, Fátima
(1999). El harén político: el profeta y las mujeres.
Guadarrama: Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, DL.
MOTILLA, Agustín
(coord.) (2009). El pañuelo islámico en Europa. Madrid:
Marcial Pons.
ROY, Olivier (2003).
El Islam mundializado: los musulmanes en la era de la globalización.
Barcelona: Bellaterra.
STOLCKE, Verena.
“La nueva retórica de la exclusión en Europa”, versión
revisada de su artículo de 1995 “Hablando de la cultura: nuevas
fronteras, nueva retórica de la exclusión en Europa” a Current
Anthropology, 36 (1). Pp. 1-24. Chicago University Press.
Entrada originalmente publicada en La mano blanca de la luna
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