30 de septiembre de 2019

Ni Barbie ni Ken


He escrito este artículo como un proceso de reflexión para mí misma, que quiero compartir por si alguien quiere reflexionar conmigo. Es demasiado largo y pido perdón a quien llegue hasta aquí y lo lea entero (y ni remotamente he escrito todo lo que quiero decir). También se trata de un tema delicado y rodeado de polémica, así que aviso de que ésta es una reflexión personal de alguien que piensa y cree ciertas cosas, y trata de darles forma a través de la escritura. Es un tema sobre el que quiero aprender y llegar a entender más cosas. Y escribo porque esta polémica me resulta dolorosa y necesito encontrar soluciones.



Hace unos meses leí una noticia que me dejó bastante consternada. Aparecía en La Vanguardia con el título de Feminismo y trans: la guerra abierta, haciendo alusión a la polémica provocada por la escuela feminista Rosario Acuña, liderada por la catedrática Amelia Valcárcel, durante sus jornadas de este verano sobre el concepto de género e identidad. Las reflexiones sobre el género provocaron el rechazo de la comunidad trans, pero leyendo la noticia tengo la sensación de que se trata de un diálogo de sordos, o más bien de una ausencia de diálogo. Sucede a menudo que los colectivos se enfrentan entre ellos o unos contra otros, cuando debería ser imprescindible que todos fueran a la par. Si las exigencias de unos son perjudiciales para los otros, quizá deberían abrirse a un pensamiento común que los reconozca a todos, porque ese pensamiento estará más cerca de ser correcto.



Pero han pasado más cosas este verano, porque da la casualidad de que aproveché las vacaciones para leer por fin el ejemplar de El segundo sexo de Simone de Beauvoir que tenía abandonado en casa. No voy a decir nada nuevo de este clásico del feminismo, que no hay que tomar como una biblia sino situarlo en su contexto, como un hito en el camino que continúa en el presente. De hecho, tuve la sensación de que De Beauvoir no hablaba exactamente de las mujeres de su época, sino de las de principios del siglo XX (el libro es de 1949), esas mujeres de clase media encorsetadas en sus desesperantes vidas burguesas, entre encajes y mojigaterías (al menos, me cuesta creer que mujeres de los años 40 de ambiente urbano llegaran a la noche de bodas sin saber cómo se hacían los niños). Como es de sobra sabido, la afirmación principal de la obra es aquella de que “la mujer no nace, sino se hace”. Lo revolucionario de este trabajo fue demostrar que las mujeres no son inestables, emocionales, histéricas, superficiales, caprichosas y pasivas porque eso es la “naturaleza femenina” y están condenadas por sus organismos frágiles encadenados a las labores reproductoras; es la represión a las que las somete la sociedad, negándoles cualquier realización personal y obligándolas a vivir a través del marido y los hijos, condenándolas a la dependencia, sometiéndolas a discursos contradictorios e hipócritas que las hacen enemigas de sus cuerpos y las llenan de miedos y traumas. En las vidas de aquellas mujeres, el momento más terrible llegaba cuando la niña descubría que nunca iba a ser capitán de barco, ni iba a explorar el Amazonas, ni iba a ser doctora ni arquitecta ni jinete de carreras, porque todo lo que iba a ser era una mujer, una esposa, una madre. Ni sueños, ni talentos, ni ambiciones, excepto los relacionados con el matrimonio. Muchas mujeres se acomodaban a aquello que les habían enseñado, otras lo hacían con dificultad. Ninguna de ellas pudo nunca llegar a ser todo lo que realmente era.



Muchos años y mucha lucha después, las ideas feministas han calado en la sociedad, y ahora a las niñas se les dice que pueden ser lo que quieran. Que nada en el cerebro de una mujer le impide estudiar física, medicina, filosofía. Sin embargo, sigue abierto el debate sobre las diferencias biológicas entre hombres y mujeres, o entre sus cerebros. Es decir, es evidente que hombres y mujeres son diferentes físicamente, pero la cuestión es si eso significa que toda su existencia y sus capacidades se ven afectadas por esa diferencia. Todavía estamos debatiendo qué es lo femenino y qué es lo masculino. Bien, parece que ya ha quedado claro que lo femenino no es cocinar, limpiar y criar hijos, mientras que lo masculino es la acción y la victoria en su carrera profesional. Ha quedado claro, parece, que las mujeres no tienen que ser débiles y pasivas, mientras que los hombres son fuertes y activos. No se puede adjudicar ninguna función específica al hombre ni a la mujer sólo por haber nacido como tales.



De Beauvoir decía “la mujer no nace”, pero una persona trans dice “he nacido mujer (en un cuerpo de hombre)” o viceversa. El dilema está entre concebir la identidad como innata, genética, o como algo condicionado por el ambiente o la sociedad. Es el mismo asunto de la búsqueda del “gen gay” que demostraría que una persona gay lo es de nacimiento y no se trata de algo por lo que ha optado después. Para mí, ahí está la trampa: los homófobos y sus terapias de reconversión se aferran a esta última idea, para creer que se trata de un proceso que puede deshacerse; para los gays que sufren persecución es importante demostrar que su condición no es algo que pueden cambiar voluntariamente, que no son “culpables” de nada. Sin embargo, que una condición vital no sea innata sino condicionada es algo totalmente opuesto a una elección voluntaria. No hay apenas nada voluntario en lo que somos, es un proceso subconsciente que nos ha conducido por una serie de reacciones o contrarreacciones al mundo que nos rodeaba, y nos hemos construido sobre él de manera que sería imposible deshacerlo, como lo sería derribar los cimientos de una casa que ya ha sido edificada. 

 

Los niños son condicionados por la sociedad desde el minuto cero de su vida. El hecho de que un niño de tres años grite y corra, mientras una niña de la misma edad está sentada en silencio jugando con su muñeca, no significa que esas son sus naturalezas innatas: a los tres años han sido largamente aleccionados por las reacciones de los adultos respecto a lo que se espera de ellos. Que la identidad sea social no significa que sea inventada, ni que se pueda manipular, ya que no hay una correspondencia directa entre el ambiente y cómo se reacciona a él, es demasiado complejo para desentrañarlo; pero siempre hay reacción. En cambio, caer en las ideas de innato y genético es peligrosísimo porque convierte ciertas características en inmutables y esenciales (como antes se consideraba para las mujeres el ser pasivas y débiles) y cierra la puerta al debate y al avance de las ideas. Y además es simplificador e ignora los matices de la explicación sociológica. Decir que alguien “nace trans” es como decir “nace mujer”. Evidentemente, nace “algo”, pero ese algo va a ser definido por unos parámetros sociales. Una persona trans o una mujer no serían lo mismo de haber nacido en la Polinesia o en el Neolítico. Habrían nacido lo mismo, pero en esas sociedades hubieran sido considerados algo totalmente distinto.



Justo después de leer El segundo sexo, cayó en mis manos el libro de Miquel Missé A la conquista del cuerpo equivocado, que me ha traído a la memoria la noticia de La Vanguardia. Así he conocido la controversia que hay dentro mismo del mundo trans, y leyéndolo he sentido más que nunca la necesidad de que personas trans y feministas estén unidas, que sus discursos no pueden chocar, que deben hacer frente común si queremos llegar a alguna parte. Comprendo que las feministas se sientan consternadas cuando alguien dice “he nacido mujer”, o “siempre me he sentido mujer”. Yo soy una mujer y no tengo ni idea de lo que es sentirse mujer, quizá porque lo que soy nunca ha chocado con mi cuerpo. Pero sí que he chocado contra lo que se supone que debe ser una mujer. Me han dicho que debía ser buena y caer bien, que debía ser guapa. Que si no era guapa y delgada debía sentirme culpable, que debía esforzarme por ser aceptada. Como mujer debía interesarme por los vestidos y la moda, por las joyas y los perfumes; debía cambiar mi pelo, maquillar mi cara, estar pendiente de lo que llevaba puesto; qué horror vestir algo inadecuado, qué horror ser peluda, tener granos, arrugas, canas. Debía ser madre porque es maravilloso y no podía perderme esa experiencia. Los niños debían parecerme adorables. Debía tener marido, o novio. No demasiados novios o qué dirían de mí. Desde que era una adolescente rebelde me dediqué a llevar la contraria a todo eso y no he cumplido ni una sola de esas expectativas.



Por eso me pregunto qué significa ser mujer; en mi caso, no son ni los intereses ni las capacidades. Entonces, creo que lo que me convierte en mujer es la mirada de los demás: soy vista y tratada como mujer, y tengo que reaccionar en ese sentido. Es algo que llevo totalmente interiorizado. Esto es algo que también dicen las personas trans: aparte de reconocer lo que veo cuando me miro al espejo, también quiero que los demás me reconozcan como lo que soy. Todo el mundo es identificado de alguna manera, y en esta sociedad dividida en dos sexos, nadie es visto como indefinido. Te van a tratar diferente si eres hombre o mujer, ya sea al comprar en una tienda, al caminar por la calle, al pedir un crédito, al ir a hacerte una radiografía. No importa que la diferencia en su reacción sea mínima, pero el cerebro de los otros necesita ese clic que te coloca en una categoría. Y tú también estás obligado a escoger, en qué sección compras la ropa, a qué lavabo entras, qué casilla marcas en un cuestionario. Las etiquetas son necesarias en la interacción social, pero el problema viene cuando esas etiquetas son tan rígidas, cuando la definición es tan importante.



El problema de las etiquetas a mí siempre me ha resultado muy incómodo, empezando por la de mujer o “femenina”. Por ejemplo, para la comunidad trans fue muy importante identificarse con ese término, porque a partir de entonces pudieron ser eso, una comunidad. Como dice Miquel Missé, anteriormente existían personas que tenían prácticas homosexuales, pero a partir de cierto momento esas personas se convirtieron en homosexuales, y lo que había sido un comportamiento pasó a ser una identidad. No es lo mismo; crea una categoría, es importante para el reconocimiento, ya que algo que se nombra existe por fin; pero también simplifica, crea un estereotipo o un modelo que no todo el mundo sigue. Llega un momento en que las etiquetas y las subdivisiones son abrumadoras y confusas. Y peor aún, se vuelven esenciales, innatas e inamovibles. Si caen en manos de la peor ciencia, esa realidad puede ser simplificada al nivel de química y hormonas y genes. Pero las realidades y comportamientos humanos no son materia de experimentos científicos, son un producto de la sociedad, de sus interacciones, de la realidad que crea. Eso no las convierte en algo falso o imaginario, en absoluto. La realidad social es la única realidad que tenemos.



Y bien, de eso trata el libro de Missé y por eso es polémico, por el mismo motivo que la comunidad trans choca con las feministas (no doy por válido todo lo que dice el libro, ya que no tengo conocimiento de muchas cosas; pero lo respeto como testimonio de una persona trans). Cuando una mujer trans dice que “desde niña fui femenina, quería llevar vestidos”, algo en la percepción de lo femenino está fallando (exacto, yo tampoco quería llevar vestidos, ni jugar con muñecas). La realidad de las personas trans es abrumadora y no se puede negar: no encajan con el género que se les ha asignado y quieren cambiar el cuerpo que tienen por otro con el que se identifican. Eso no se puede discutir y toda la lucha posible debe ir hacia el reconocimiento de su derecho, a ser como quieran ser, a que eso no les cueste la vida ni ningún tipo de rechazo. Pero, por favor, su lucha es nuestra lucha. La lucha de todo el que no encaja. Las mujeres son el segundo sexo porque el primero son los hombres: el arquetipo, el modelo original de ser humano, mientras que existe una variación de ellos que son las mujeres. Desde Aristóteles, la mujer es un hombre imperfecto, un hombre deformado, un hombre con aditivos. Las mujeres están encerradas en los estereotipos que los hombres han creado para ellas, pero los hombres también se encerraron en estereotipos, y en general, estas etiquetas de masculino y femenino son de una rigidez asfixiante. Esto afirma Missé, que quizá las personas trans no encajan en el género que se les ha asignado, porque los géneros son absurdamente rígidos y es imposible que nadie llegue a encajar realmente en ellos. Quizá si este encorsetamiento se aflojara, las personas podrían transitar libremente de un género a otro, porque los identificadores femenino y masculino no serían tan peyorativos: la forma de vestir, de moverse, los intereses, las prácticas sexuales, no significarían automáticamente la censura o el escarnio.



Entiendo muy bien que las personas trans necesitan ser reconocidas y apoyadas, y que aún están luchando fuerte por salir de la discriminación. Entiendo que les resulte importante establecer que ni están enferm@s ni loc@s, que son algo real, algo que siempre han sido. Pero no se trata de que se conviertan en hombres y mujeres como los que han existido hasta ahora, y se difuminen en la masa. Creo que ell@s más que nadie deberían abanderar la lucha por dinamitar las etiquetas de género; que puedan ser mujeres masculinas y hombres femeninos, como lo podemos ser todos, estemos más o menos de acuerdo con nuestro cuerpo, con cirugía o sin ella. Que esos niños que ahora se sienten diferentes vean un horizonte abierto con todas las posibilidades que pueden ser. Eso estará más cerca de la realidad humana, y sobre todo, hará la vida menos dolorosa a muchas personas. Y si no estamos de acuerdo en estos términos, no nos enredemos en una guerra de acusaciones: pongámonos a hablar sobre ello, no demos nada por supuesto, hagámonos preguntas. Nuestra lucha es la misma, sólo hay una lucha, la lucha por la justicia.
 
-El segundo sexo- Simone de Beauvoir. Siglo Veinte, 1987.
-A la conquista del cuerpo equivocado- Miquel Missé. Egales, 2018.

Entrada publicada originariamente en La mano blanca de la luna

6 de septiembre de 2019

El precio de la blanca palidez




La polémica sobre las cremas blanqueadoras de la piel que se venden en oriente llega de vez en cuando a occidente a causa de algún anuncio especialmente vergonzoso. Lo cierto es que la mayoría de estos anuncios no podrían emitirse en Europa o América sin ser denunciados, pero son de lo más corrientes en Asia (también en África, pero sus mercados no son tan poderosos). Mucha gente remarca la ironía de que medio planeta compre productos para broncearse, mientras el otro medio los compra para palidecer. Sin embargo, sería un error quedarse en esta comparación y achacar todo el asunto a una cuestión de moda y estética. Como en todos los asuntos humanos, éste tiene muchas otras facetas.



En oriente como en occidente, durante milenios, la palidez fue un rasgo de belleza. Es sabido que esto se debía al hecho de ser un marcador social: los campesinos trabajaban al aire libre y el sol los tostaba, mientras los ricos y nobles se podían permitir estar a cubierto y mantener la piel pálida. He visto fotos familiares de campesinas en los años 40 o 50, en que se las veía trabajando en el campo cubiertas con grandes sombreros, pañuelos que les tapaban casi toda la cara, guantes y pantalones largos, todo para evitar perder su blancura, y parecer, aunque fuera una ilusión, que en realidad no trabajaban.




Pero para las clases altas esto estaba cambiando: en la mayoría de los países occidentales, la fuerza de trabajo no era agraria, sino proletaria; los trabajadores pasaban el día encerrados en fábricas y oficinas; los altos empleados, los jefes y propietarios, o los que no necesitaban trabajar, se podían permitir largas vacaciones en la costa o en playas tropicales, en cruceros, en hoteles, etc. Por lo tanto, estar bronceado se convirtió en el nuevo signo de prestigio social. Estos conceptos se instalan en la mentalidad colectiva con fuerza, porque el estándar se convierte en un mecanismo de presión: de ahí el éxito de las cabinas de rayos uva; he visto mujeres desesperadas por ponerse morenas antes de empezar a ir a la playa, porque les daba vergüenza aparecer “demasiado blancas”; y tras el verano he tenido que soportar las observaciones despectivas de “¡qué blanca estás!” con el doble sentido de: ¡no has tenido vacaciones!, mientras las susodichas presumen de su color chocolate que implica estupendos viajes por las islas.



El porqué este proceso no se ha dado en Asia tiene que ver con su historia, marcada a fuego por el colonialismo. En la India, en el sudeste asiático, y por mimetismo en otros países no directamente colonizados, la cultura tradicional de aprecio por la palidez se entremezcla con el sentimiento de inferioridad inculcado por varios siglos de influencia occidental. El concepto de oscuridad igual a suciedad se puede encontrar en muchos repugnantes anuncios de jabón antiguos. Los nativos eran inferiores, salvajes, incultos... y oscuros. 

 

Otro fenómeno importante que se daba en las sociedades colonialistas era el de las capas intermedias de mestizos entre los blancos y los nativos, capas de población que ocupaban lugares preferentes en la administración y las estructuras coloniales: los nativos sabían que, mientras más pálidos fueran, más posibilidades tenían de ascender socialmente, de ser perdonados por su origen oscuro. Desgraciadamente, éste fenómeno también era muy conocido entre los negros de los Estados Unidos, donde se pueden encontrar también viejos anuncios de cremas blanqueadoras: durante mucho tiempo, la palidez era un grado de valor social, fomentado por los propios afroamericanos, ya que podía facilitarles el acceso a trabajos mejor pagados. Posiblemente, aún ahora la palidez supone un rasgo que inconscientemente sigue significando una mayor aceptación por parte de la cultura blanca.




Porque la valoración de la palidez tampoco ha desaparecido del todo en occidente, y la moda vuelve de tanto en tanto. No sé cómo está la situación ahora, pero recuerdo temporadas de los ochenta y los noventa, después de un verano machacando con los anuncios de cremas para tostarse, llegar al otoño y descubrir que la nueva temporada promocionaba “la tez pálida” (la industria de la moda, siempre fomentando nuestra esquizofrenia).




En los anuncios orientales, el tema del triunfo social está siempre implícito: una chica (o chico) oscura/o es ignorada/o por todo el mundo, hasta que una amiga o amigo le recomienda la crema en cuestión que la vuelve pálida o pálido, y entonces los chicos y chicas caen a sus pies, y en el trabajo es aplaudida/o por todos. Las marcas de estas cremas son internacionales: Palmolive, Nivea, etc., con productos especiales para el mercado asiático, que por supuesto son tan falsos como las cremas rejuvenecedoras y otros timos que se dedican a explotar las debilidades de las consumidoras: no hay ningún producto que aclare la piel, tan sólo sería útil protegerse de los rayos solares, pero no se puede ir más allá de lo que la genética dicta. Existen, claro, tratamientos químicos que se pueden conseguir por un pastón en las clínicas de estética, y que todas las ricas se hacen. La mayoría son negativos para la piel y la salud, y el resultado se parece tanto a la blancura como el tratamiento con bótox se parece a la juventud. Pero dejando aparte estos productos legales, para las mujeres pobres aún existen cremas ilegales de fabricación china, muy extendidas en los mercados asiáticos y africanos, que incluyen ingredientes como el mercurio y producen graves lesiones en la piel de estas consumidoras que se han creído el cuento de la crema milagrosa.



Los estudios afirman que el mercado de las cremas blanqueadoras no hace más que crecer, junto con las emergentes economías asiáticas. Para muchas mujeres sigue siendo una cuestión vital: es sabido que todavía una novia oscura debe pagar más dote en la India. Muchas consumidoras lo defienden como una simple opción estética, y es cierto que en los países asiáticos se percibe como algo normal. Incluso algunas de estas cremas se normalizan evitando hablar de blancura y aludiendo a “piel más brillante”, aunque las imágenes promocionales ilustran lo que eso significa en realidad. Pero en un mundo globalizado todo está a la vista del mundo entero. Los vídeos de youtubers que prueban productos de belleza son visionados en todo el planeta, y los de aquellos que prueban cremas blanqueadoras, mostrando el antes y el después, están llenos de comentarios de condena de habitantes de otros países donde esta actitud hiere la sensibilidad, sobre todo de afrodescendientes en el primer mundo, cuyas poblaciones han librado una larga batalla para valorar sus rasgos no-europeos. Las cremas blanqueadoras no son inocuas: esconden un rechazo de la propia identidad, un sentimiento de inferioridad y una persecución de un ideal negativo e imposible, que, como todo en el mercado de consumo, promueve una insatisfacción permanente que sirve para multiplicar las ventas.


Artículo publicado originalmente en La mano blanca de la luna

8 de diciembre de 2015

Cállate

Hace tiempo que quería hablar de lo que le pasó a la profesora Mary Beard, pero como siempre voy con retraso, ya no es ninguna novedad. Pero quizá no es tan conocido.

Lo leí en un artículo de Elvira Lindo en El País: Las palabras hieren, que lo explica perfectamente, por lo que me apropio de él. Lo podéis leer completo en el link.

Había leído a la profesora Beard porque es una excelente historiadora y yo soy fan de la historia clásica. De pronto me entero que presentó una serie sobre la antigua Roma en la televisión, supongo que parecida a montones de documentales similares que he visto en la 2. Están llenos de señores con gafas de pasta y chaquetas con coderas, así como de señoras con jerséis de lana y abundantes canas, ejemplares clásicos de profesores universitarios. No pensé que eso llamara la atención, pero parece ser que la serie de la profesora Beard llegó a unos espectadores inesperados: 
"Su programa provocó un aluvión de críticas insoportable. Lo extraordinario es que esas críticas no se referían al contenido en sí sino a su aspecto físico. Nuestra profesora tiene un aire no diferente al de muchas eruditas entregadas desde su tierna juventud a los asuntos intelectuales: luce una alocada melena blanca, sus dientes son llamativos por su irregularidad, se permite detalles excéntricos en el calzado o las gafas, y, lo que ha resultado más indignante para algunos, muestra un impactante aplomo en su lenguaje corporal. A ella le importa un pimiento no ser bella, pero no así a algunos críticos televisivos que, ignorando las enseñanzas que generosamente pretende difundir, se dedicaron desde el principio a describir la vestimenta poco cool de la sabia dama. Con más crudeza aún se refirió a ella la jauría tuitera, en donde los comentarios sobre su supuesta fealdad abundaron.
 “Puta apestosa. Seguro que tu vagina da asco”. Este fue uno de los interesantes tuits que la señora Beard cosechó. Lo curioso es que haciendo caso omiso de esa ley no escrita que aconseja a los personajes públicos no mirar lo que de ellos se dice en las redes, esta mujer, que se había educado en el feminismo activo de los setenta, se puso manos a la obra y decidió plantar cara a sus detractores. Alguien la ayudó a localizar al autor de tan hiriente mensaje: era un estudiante, tenía 20 añitos. Beard llamó a su madre y habló con ella. También habló con el autor de una web que colgó una foto de la investigadora con una vagina sobreimpresa en su cara. Charló con ellos y con otros tantos y publicó en su blog la crónica de estas conversaciones que, finalmente, conformaron la interesantísima pieza que leyó en el Museo Británico sobre el silencio impuesto a las mujeres en cuanto tratan de frecuentar territorios tradicionalmente masculinos."

La conferencia del Museo Británico se titulaba Oh Do Shut Up Dear!, y no la he encontrado tal cual, pero sí otra que tal vez sea la misma, titulada The Public Voice of Women. En el link se puede escuchar y leer la transcripción.

"But the more I have looked at the threats and insults that women have received, the more I have found that they fit into the old patterns I’ve been talking about. For a start it doesn’t much matter what line you take as a woman, if you venture into traditional male territory, the abuse comes anyway. It’s not what you say that prompts it, it’s the fact you’re saying it. And that matches the detail of the threats themselves. They include a fairly predictable menu of rape, bombing, murder and so forth (I may sound very relaxed about it now; that doesn’t mean it’s not scary when it comes late at night). But a significant subsection is directed at silencing the woman – ‘Shut up you bitch’ is a fairly common refrain. Or it promises to remove the capacity of the woman to speak. ‘I’m going to cut off your head and rape it’ was one tweet I got. ‘Headlessfemalepig’ was the Twitter name chosen by someone threatening an American journalist. ‘You should have your tongue ripped out’ was tweeted to another journalist. In its crude, aggressive way, this is about keeping, or getting, women out of man’s talk." 
No se trata de lo que las mujeres digan, simplemente el problema es que hablen. No importan sus ideas ni sus opiniones, el problema es que el discurso público pertenence a los hombres, y las mujeres que lo invanden al hablar están molestando.
"Mary B. se miró al espejo e hizo recuento de todos aquellos insultos que estaba recibiendo, “fea, gorda, vieja, puta, maloliente, desagradable, mal vestida, mal follada, machorra…”. Duelen, ¿verdad? Se podría escribir un ensayo sobre las mil maneras de ofender a una mujer. Pero una vez que nuestra heroína afrontó la dureza de los insultos comenzó a relacionarlos con una tradición que viene de antiguo: no se trata de lo que una mujer diga, sino de que hable. Y entonces decidió investigar sobre la naturaleza de quien insulta. ¿Qué pensaría usted de su marido, de su hijo, de su hermano o de su mejor amigo si se enterara de que es autor de tan repugnante prosa?" 
 
Entrada publicada originalmente en La mano blanca de la luna.

11 de julio de 2015

El velo como bandera: tradición y modernidad de la mujer musulmana

Generalmente, los artículos sobre inmigrantes musulmanes en Europa suelen centrarse en dos temas: el terrorismo y el velo. Que esta prenda de vestir sea un objeto de preocupación tan importante como la grave amenaza terrorista demuestra que su valor simbólico se ha disparado en los últimos años. El velo en menores (conflictos con las escuelas) trasluce el temor a que las pequeñas estén siendo manipuladas, obligadas a aceptar una sumisión al varón que en Europa se combate desde hace al menos un siglo. Lo mismo sucede con mujeres adultas en el caso del velo integral, signo extremo de la negación física. Para la sociedad occidental, permitir que suceda parece consentir que una forma de pensar contraria a las libertades se vaya imponiendo, disfrazada de tradición. No vengo yo a solucionar el tema del velo, pero sí a hacer varias reflexiones después de algunas lecturas que he hecho. Hablar del velo significa hablar de muchas otras cosas: religión, tradición, política, racismo. Cada tema da para una enciclopedia, pero aún así se pueden decir algunas cosas brevemente. Es más, se deben decir, porque en estos temas nadamos en un océano de ignorancia.


The veil series es un trabajo de la fotógrafa británica-iraní Sara Shamsavari, en el que retrata a mujeres de Londres, París y Nueva York como muestra del uso moderno y estético del hiyab.

Reinventar la tradición

Como explica la antropóloga Verena Stolke, las ideas sobre los extranjeros que se han generalizado actualmente en Europa responden a una nueva clase de exclusión que ya no es el antiguo racismo que dividía a los seres humanos entre superiores e inferiores. El nuevo “fundamentalismo cultural” hace las diferencias en función del territorio, asignando a cada uno una cultura (e ignorando la propia variedad de cada estado). Estas culturas son totalmente extrañas las unas a las otras, y por eso cada una practica un etnocentrismo “natural”: “El fundamentalismo cultural contemporáneo se basa en dos suposiciones: que las distintas culturas son de una variedad infinta, y que, dado que los seres humanos son intrínsecamente etnocéntricos, las relaciones entre las culturas son por naturaleza hostiles.” Los individuos que viven fuera de su territorio/cultura, al ser ellos también etnocéntricos, se vuelven una amenaza para el territorio en que están. Por eso, la emigración de gentes de un territorio a otro es vista como un hecho problemático y preocupante (no un hecho natural e inmemorial).

No es un concepto muy diferente de lo que Olivier Roy llama “neoetnicidad” en relación a la manera en que los países de occidente han catalogado a los inmigrantes musulmanes. Primero, todos comparten algo llamado “cultura musulmana”, como si la religión definiera todos sus aspectos culturales, sin distinción entre países de origen; segundo, les define el hecho de haber nacido en esos países, sean o no creyentes, practicantes o técnicamente de otras religiones (ateos, cristianos libaneses, etc.); tercero, el musulmán es el otro, opuesto al autóctono (no al cristiano).

Este proceso de catalogación y etiquetación del extranjero realizado por Europa ha funcionado en las dos direcciones, porque los inmigrantes también lo han asumido. Se da por hecho que al venir de su país traen consigo “su cultura”, pero para la mayoría, supone pasar de una sociedad donde la identidad religiosa era algo supuesto y formaba parte de la estructura social, a otra sociedad donde su religión es minoritaria, sus tradiciones no forman parte de la mayoría, y donde su fe tiene que reivindicarse y hacerse notar para existir. De pronto, el creyente necesita definirse, no ya como integrante de una sociedad, que ya no existe, sino individualmente, y aparte de cualquier tradición: “La pérdida de visibilidad hace que el islam deba afirmase cada vez más como una opción individual, [...]. En la actualidad la problemática del velo llevado voluntariamente: es una reapropiación y afirmación de uno mismo, y no ya un signo de conformismo social”.

Los hijos de inmigrantes que quieren recuperar su identidad musulmana no lo hacen recuperando la cultura de los padres, sino una supuesta “cultura musulmana”, un islam “neutro”, descontextualizado, individualista y de nueva creación. Este proceso no es diferente del que se vive en los propios países de origen ante el reto de la modernidad, las crisis políticas y el resto de problemas que los sacuden. Este islam neutro y reinventado es el que se está extendiendo, y uno de sus símbolos es el velo : “El velo se ha convertido en un símbolo, aún sin serlo en propiedad […]. Ha pasado de tratarse de una prenda con más sentido étnico y tradicional que religioso y su uso estar casi erradicado en Egipto y en el Cercano Oriente de los años sesenta, a retomar el protagonismo perdido a causa de la presión ejercida, especialmente en las últimas décadas, por los movimientos fundamentalistas.” (A. Motilla)

La tradición del velo

Convertir el velo en un símbolo del islam no es tarea fácil, porque no se sustenta en ninguna obligación, no hay disposiciones claras e identificables. Se suele citar la aleya 33.59 del Corán, donde se prescribe que las mujeres “se cubran” con el yalabib, que significa “vestido” o “túnica” a pesar de que a menudo se traduzca por “velo”. Las primeras exégesis ya discutían cómo interpretar las disposiciones del profeta, y a qué normativas debían dar lugar. De estas disposiciones posteriores surgió lo que se llama “código hiyab” de vestir: a partir de la pubertad, la mujer debe cubrir todas las partes de su cuerpo que pudieran provocar miradas lascivas, que son prácticamente todas excepto la cara, las manos y los pies. La ropa que la cubre, además, no debe ceñir el cuerpo ni ser transparente. Éstas ideas corresponden a una cierta escuela de tradición, pero no son obligatorias. Ni el imam más estricto puede decir que seguirlas es una obligación, tan sólo una opción. Por eso, una mujer musulmana y devota puede optar por no seguirlas, entendiendo que no forman parte del núcleo de la religión islámica.

Se suele decir que el Corán otorgó a las mujeres unos derechos que antes no tenían, aunque al leerlo en la actualidad resulte retrógrado; pero hablamos del siglo VIII, y es cierto, la situación de las mujeres en Arabia antes del islam era terrible. Sólo tenían alguna seguridad las mujeres ricas o de familias poderosas; para cualquier otra, existía la posibilidad de ser capturada en cualquier momento y convertida en esclava de su captor, si no tenía de su lado un marido o una familia lo bastante fuertes para recuperarla; y la vida de esclava era miserable, hasta el punto de ser convertida en factoría de hijos esclavos. Mahoma era especialmente sensible a la suerte de los marginados, los miserables y los esclavos. Toda su vida fue una negociación muy meditada para que sus ideas innovadoras fueran aceptadas, como su revolucionaria idea de que las mujeres heredaran en lugar de ser parte de la herencia, o que la esclavitud de un hermano musulmán no era aceptable; en ocasiones no lo consiguió, o con muchos trabajos: siguió habiendo esclavos, y las mujeres siguieron sometidas, mucho más a medida que las conquistas trajeron riqueza y poder. Si Mahoma era el modelo a seguir por los musulmanes, éstos olvidaron pronto su forma igualitaria de tratar a las mujeres, y su piedad para con los esclavos.

Pero hay que volver a esa indicación de cubrirse, y entender a qué se refiere. En este caso, el fracaso se hizo evidente. Mahoma no consiguió convencer a los hombres de que debían respetar a las mujeres sólo porque eran personas y musulmanas. La mujer cubierta era una señora, mientras que la descubierta delataba su condición de esclava, por tanto podía ser asaltada. Porque un cuerpo a la vista es una tentación irresistible para un hombre, que pierde toda capacidad de raciocinio y no puede contenerse. La base de la idea del cubrimiento, sea éste como sea, es que el cuerpo de la mujer es provocador y causante de la reacción del hombre, culpable de lo que le pase. Esto es contrario al ideal de igualdad del islam, que abomina de que un creyente violente a otro. Sucede lo mismo con las disposiciones sobre el derecho del marido a pegar a su mujer; se conservan innumerables hadices en que Mahoma abomina de ello, pero en este caso su negociación fracasó. Pudo establecer unos derechos matrimoniales y para los hijos, pero lo que pasara en cada casa era un asunto doméstico.

Hay grandes mujeres relacionadas con el Profeta, muy apreciadas en las primeras épocas del islam, pero la historia las ha oscurecido o las ha obviado, porque sus personas resultan incompatibles con la idea de mujer sumisa. Khadija fue su primera esposa, quince años mayor que él, viuda y mujer de negocios. Fue su primera seguidora, y Mahoma no hubiera podido seguir adelante sin su apoyo. Aunque la poligamia era corriente en su sociedad, nunca se casó con otra mientras vivió. Su muerte tras veinte años de matrimonio fue un duro golpe para él. Después Mahoma reunió varias esposas, muchas de ellas por causa de alianzas políticas, y la mayoría eran viudas o divorciadas. Se casó con hijas de sus amigos y aliados, como es el caso de Aisha, que fue su amor principal hasta su muerte. Era una niña cuando se casaron, y sólo tenía 18 años al enviudar del Profeta, pero se convirtió en un pilar de la comunidad musulmana, una autoridad de referencia, capaz incluso de ir a la guerra contra facciones contrarias. Un gran papel tuvo tambien Um Salma, que era en cambio una mujer madura y de gran personalidad, líder de las reivindicaciones de las mujeres musulmanas. Otra gran mujer fue la bisnieta de Mahoma, Sakina. “Era alabada por su belleza, lo que los árabes denominan belleza, una mezcla explosiva de gracia física, inteligencia crítica y elocuencia corrosiva. Los hombres más poderosos se la disputaban, califas y príncipes le proponían matrimonios que ella desdeñaba por razones políticas. No obstante, acabará casándose con cinco maridos, algunos dicen que seis. Se disputó con unos, hizo declaraciones de amor inflamadas y apasionadas a otros, llevó a uno ante los tribunales por infidelidad y nunca consintió a ninguno la ta'a (principio de obediencia, clave del matrimonio musulmán). En sus contratos de matrimonio, estipulaba que no obedecería al marido, que sólo haría su antojo y que no le reconocía el derecho de poligamia, todo ello debido a su interés por los asuntos políticos y la poesía. Seguía recibiendo en su casa a poetas y asistiendo, a pesar de sus múltiples matrimonios, a los consejos de los Coraix” (F. Mernissi). Como ella, hubo otras mujeres barza, “la que no se tapa la cara ni agacha la cabeza”, es decir, desveladas. Un hombre o una mujer barz son “conocidos por su raciocinio”, “de criterio apreciado”, con una vida social que incluye organizar en su casa reuniones cultas o políticas. Y todo ello estaba simbolizado en el rechazo al velo. Eso fue en los primeros tiempos del islam, y ha pasado mucha historia sobre todo ello.

Imagen promocional de la web de moda islámica Al-humaira Contemporary. Al-humayyira era el apodo cariñoso con que Mahoma llamaba a su querida Aisha, y que Fátima Merissi traduce por “la pelirrojilla”. http://www.alhumairacontemporary.com/
El velo en occidente y en España
El uso del velo es anterior al islam, y responde a una concepción del cuerpo de la mujer que se extiende por todo el Mediterráneo y Oriente Medio. Las antiguas hebreas se cubrían la cabeza, así como las matronas romanas. El cabello de la mujer históricamente ha sido considerado seductor, y por tanto incitador del pecado. María Magdalena, ejemplo de mujer pecadora aunque redimida, es la única santa que tradicionalmente se representa sin velo. Esta enfatización del pelo pecador de la Magdalena es tan intensa, que algunos retablos medievales la muestran completamente cubierta por su cabellera hasta los pies. Por el mismo motivo, hasta el Concilio Vaticano II a mediados del siglo XX, las mujeres no pudieron entrar en una iglesia con la cabeza descubierta, siguiendo la confusa disposición de San Pablo en su primera carta a los Corintios (11, 10): “Precisamente por esto [porque la mujer debe obediencia al hombre], y por causa de los ángeles, [nunca he entendido esta expresión] la mujer debe llevar sobre la cabeza una señal de autoridad [de la autoridad del hombre sobre ella, el velo]”. Por tanto, las creencias y prácticas musulmanas respecto al velo no corresponden a “otra cultura”, sino a un trasfondo compartido por todos nosotros.

Marcas de moda islámica de alta costura. 
 
No se trata de un enfrentamiento entre el “mundo cristiano” y el “mundo musulmán”, sino entre una concepción laica de la sociedad y otra donde la religión está muy presente. El rechazo al islam se engloba dentro de los prejuicios occidentales hacia la religión en general, que ahora es vista sólo como fuente de superstición e irracionalidad. Los países musulmanes no pudieron realizar su propia secularización, por diferentes motivos, en el siglo XX; ahora, se produce una reislamización que, como se ha explicado antes, no es una vuelta “a lo antiguo”, sino su negación, más bien una reinvención identitaria.

Que el velo provoque malestar en el secularizado occidente ha sido un incentivo para convertirlo en un símbolo (es decir, que las dos posturas se alimentan la una a la otra). Es significativo que las leyes que intentan prohibirlo estén respaldadas por políticos de derechas, mientras que los de izquierdas votan en contra. Los políticos liberales se debaten entre luchar por la liberación de la mujer, o en defensa de las libertades personales. Los políticos conservadores, especialmente en España, se alinean con la xenofobia tradicional, la que se remite a la Reconquista. El “moro” forma parte del acerbo cultural, como una figura siempre al acecho que ansía recuperar el territorio conquistado. La España tradicional no está acostumbrada al extraño ni al diferente, ya que la sociedad ha sido totalmente uniforme durante siglos. Juan Goytisolo escribió en España y sus ejidos: “Si no somos racistas se debe ante todo al hecho de que España fue el primer país moderno que “resolvió” de modo tajante el problema de las razas, acosando, persiguiendo, robando y expulsando por fin masivamente a moros y judíos.”

Es la uniformidad, y no tanto la laicidad, la que preocupa a la sociedad española, y suele ser la causa de los conflictos en las escuelas, porque los velos de las chicas se saltan normativas sobre la vestimenta de los alumnos. La mayoría de los españoles no están acostumbrados a ver gente diferente, y creen que la integración significa asimilación, que los diferentes cambien sus tradiciones, su manera de vestir, su religión, su idioma, y a poder ser su piel, o mejor que se disuelvan, o mejor que no vengan, para que todos seamos lo mismo y se mantenga inalterada “nuestra cultura”.

Qué significa el velo
El velo se convierte en bandera del islam, sin embargo es una bandera que sólo pueden enarbolar las mujeres; desgraciadamente, los hombres musulmanes no tienen símbolo alguno con el que identificarse, aunque tampoco parece que lo reivindiquen. No hay que confundir este nuevo movimiento con una simple tradición, porque tiene muchos otros aspectos. Muchas mujeres de mediana edad que proceden de pueblos o entornos tradicionales llevan el velo cuando vienen a Europa, simplemente porque es lo que han hecho siempre. Es su forma tradicional de vestir y se sentirían incómodas si no lo llevaran. Ese velo no es de origen religioso, sino étnico (aunque es posible que ellas no sean conscientes de la diferencia).

En cambio, no es tradicional que mujeres de culturas que nunca han utilizado el hiyab lo lleven ahora, como las mujeres indias o paquistaníes, las indonesias o las del centro de África; generaciones de antepasadas suyas fueron perfectas musulmanas sin utilizarlo. Tampoco se habían visto nunca en la historia del islam a niñas de 8 o 10 años con velo: es imposible considerarlo tradición. Éste es un velo de moderna aparición, que se elige y en el que se deposita la identidad. Se ha reinterpretado y se le han dado nuevos valores, ya no relacionados con la tradición. Hay muchas páginas de internet en que chicas modernas y occidentales reivindican el velo, y de paso, el código hiyab de vestir, con argumentos como que es una reacción contra la opresión que la moda y la imagen imponen a las mujeres. Algo así como: nadie me juzga por mi aspecto... porque no pueden verlo. Y de paso, como no voy provocando, los hombres no me acosan y puedo ir tranquila por la calle (argumento que pueden contradecir las mujeres de los países árabes, véase Egipto sin ir más lejos). No deja de llamarme la atención la dispar situación de las mujeres iraníes, que se cubren por ley desde hace décadas: las jóvenes que han vivido esta obligación abominan del velo, y discurren mil maneras de saltarse las disposiciones y liberar sus cabellos y su cuerpo. No rechazan la religión, sin embargo, pero han sufrido en sus carnes que el paraíso islámico no existe sin libertad.

En la mayoría de los testimonios que he leído, las chicas afirman que no se sienten oprimidas, que para ellas el velo no significa opresión, sino algo muy diferente. El hiyab está de moda, como se puede comprobar en las fotos que acompañan este artículo, sacadas de páginas de moda islámica. Ninguna de estas mujeres parece nada oprimida, y dudo que se sientan así. Están muy lejos del chador, del niqab, y por supuesto del burka. Estas imágenes fashion son un magnífico ejemplo de islam reinventado que ignora su propia historia, en este caso la historia del velo y de lo que significa, de las mujeres barza, de Sakina y tantas otras.

Es evidente que el velo es una imposición masculina, no porque las mujeres o las niñas que lo llevan hayan sido coaccionadas para ello, sino porque forma parte de la cultura patriarcal, y su vuelta ha sido propiciada por el auge del fundamentalismo. También es evidente que éste se alimenta del anti-imperialismo heredado de la descolonización, y que incluye un sentimiento anti-occidental. Esto hace que las jóvenes rechacen los valores occidentales, y adopten las formas más restrictivas de religiosidad. No se trata sólo de una manera de vestir, sino de una actitud de represión que abarca muchos aspectos de la vida. Muchas veces me he encontrado con el comentario: “sólo es un trozo de tela”, como si fuera una banda, una gorra, un pin que uno lleva para identificarse con su equipo de fútbol o su partido político. Pero el velo se lleva en todo el cuerpo, en toda la vida, en cómo se vive, en todo lo que se hace. Por ejemplo, aquí, en mi ciudad, nunca he visto a una mujer con velo tomando el sol en la playa, o bailando en las fiestas del barrio (y eso que hay conciertos para todos los gustos), o haciendo running (y me cruzo con decenas de runners cada día). Son cosas que hace gente muy variada, con diferentes gustos u opiniones. Son acciones, éstas u otras parecidas, sin connotaciones, universales e intemporales. Se hacen con el cuerpo. Ellas no las hacen.

Se puede llevar el velo como símbolo de lo que apetezca, pero si estas mujeres están dejando de hacer algo con su vida sólo porque no es lo correcto, no es apropiado, no lo debe hacer una mujer decente/buena musulmana... Eso es volver a María Magdalena, a la mujer pecadora/la mujer decente, a la mujer pública/la mujer privada. La mujer que sólo se define por lo que el hombre ve/no ve de ella. Cuyo centro de interés y única referencia es su cuerpo. Unos conceptos bien conocidos en las culturas mediterráneas, antiguos, arraigados, y que no tienen NADA que ver con la religión. A mí que no me intenten vender ese cuento.

Sin embargo, yo no estoy a favor de ninguna prohibición, ni de ninguna ley en contra. No creo que sea un asunto de leyes. El velo es un signo de los tiempos y lo que hay que hacer es entender los tiempos e ir a la verdadera raíz de los problemas. La actitud de “a favor o en contra” no sirve de nada, y espero, como en todo, encontrar un punto intermedio. Me gustaría ver a las mujeres con velo haciendo todas las cosas que he dicho antes, que se pongan o se quiten el velo cuando crean que deben hacerlo, que tengan una idea positiva de sus cuerpos y no los vean como fuente de pecado. El verdadero problema es el de la identidad: por parte de los inmigrantes, que han de reinterpretarla, y no pueden limitarse a la asimilación; por parte de las sociedades de acogida, que han de entender que la uniformidad es irreal y que su identidad nacional no puede basarse en ideales trasnochados. No es un tema fácil ya que interfiere con el de la violencia terrorista. Las crisis económicas, además, provocan el extremismo y la utilización electoralista de la xenofobia. Por ello se impone más que nunca revelar la auténtica naturaleza de los conflictos, y hacer ver que las culturas son fluctuantes, mutantes, adaptables y siempre deben ser enriquecedoras.


Lecturas recomendadas:

GOYTISOLO, Juan (2003). España y sus ejidos. Majadahonda: Hijos de Muley-Rubio.

MERNISSI, Fátima (1999). El harén político: el profeta y las mujeres. Guadarrama: Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, DL.

MOTILLA, Agustín (coord.) (2009). El pañuelo islámico en Europa. Madrid: Marcial Pons.

ROY, Olivier (2003). El Islam mundializado: los musulmanes en la era de la globalización. Barcelona: Bellaterra.

STOLCKE, Verena. “La nueva retórica de la exclusión en Europa”, versión revisada de su artículo de 1995 “Hablando de la cultura: nuevas fronteras, nueva retórica de la exclusión en Europa” a Current Anthropology, 36 (1). Pp. 1-24. Chicago University Press.

Entrada originalmente publicada en La mano blanca de la luna