17 de noviembre de 2012

Beguinatos, comunidades de mujeres autónomas en la edad media.

Fuente original: Viajeros.com
(...) no muy lejos de la animada Plaza del Mercado, el ritmo se ralentiza para adaptarse a la serenidad que destila el Begijnhof, un beaterio superviviente del siglo XIII y máximo exponente de las antiguas casas de retiro medievales que aún conservan la mayoría de las ciudades flamencas. Las beguinas eran religiosas sin votos, viudas o solteras que optaban por llevar una vida piadosa, basada en las enseñanzas evangélicas y centradas en la oración, las obras de caridad y el cuidado de pobres y enfermos, pero conservando su independencia. Rechazaban la clausura, trabajaban, gozaban de total libertad y vivían con sus familias o en comunidades, los beguinatos o beaterios.
No tenían, sin embargo, votos de pobreza, y de hecho, las mujeres a menudo provenían de familias acomodadas, ganándose la vida mediante sus labores textiles (encajes, por ejemplo) o gracias a benefactores que pagaban para que rezaran por ellos. Las beguinas fueron un movimiento religioso femenino autónomo, lo cual les convierte en una rareza dentro de la estructura religiosa medieval. Aparecieron en Flandes en el siglo XIII, se dice que debido al desequilibrio de sexos que provocaron las Cruzadas: muchos hombres embarcaron a Tierra Santa, buen número de los cuales nunca regresaron.



Otras guerras, revueltas y conflictos civiles agravaron aún más la situación. Sencillamente, la población femenina se encontró con la imposibilidad matemática de que no había hombres suficientes como para desposarse con todas ellas. Con pocas posibilidades de ganarse la vida por sí mismas, un buen número de mujeres solteras volvieron sus esperanzas hacia el camino religioso.

A raíz de ello, conventos y abadías disfrutaron así de un periodo de prosperidad. Sin embargo, las estrictas reglas que imperaban en tales lugares y el hecho de que ante el número de solicitudes sólo aceptaran aquellas mujeres procedentes de cierto nivel social o económico eran admitidas, hizo que muchas decidieran dar forma a su propia solución. Estas mujeres unieron fuerzas para apoyarse mutuamente y establecieron comunidades religiosas, constituyendo un movimiento fundamentalmente urbano, relacionado con ciudades artesanales y mercantiles, que nunca contó con la aprobación de la iglesia, recelosa de su autonomía. Los beaterios constan de un patio central ocupado por un jardín, rodeado de pequeños edificios, las viviendas de las beguinas o beatas. A menudo todo el conjunto está rodeado por un muro que le proporciona intimidad y alejamiento del trasiego urbano.

En Brujas, el modesto jardín, la torre del palomar y las fachadas blancas, permiten adivinar cómo era la vida en estos recintos hace unos cuantos siglos. Incluso con el trajín turístico que registra la ciudad en los meses de verano, el jardín del beguinato consigue retener todavía su espíritu de retiro, aislamiento y paz espiritual. Al tañido matutino y vespertino de las campanas de Santa Isabel -hoy el recinto es un convento benedictino-, las puertas de las casas se abren dejando paso a las hermanas con hábito negro, que se apresuran por el césped camino de la iglesia; este rincón nos da entonces una imagen inolvidable, como captada a través de un portal hacia tiempos pasados.

El beaterio de Brujas, fundado en el año 1245, era el mayor de los diez con que contaba la ciudad, y en el siglo XIV llegaron a vivir allí unas 150 beguinas, aproximadamente la mitad de las que había en el municipio. Aunque el de Brujas es uno de los mejor conservados, Bélgica cuenta con una veintena de beaterios. Aunque fueron una institución extendida también por lo que hoy es la Francia nororiental, Holanda y Alemania, los más renombrados son los belgas, el conjunto de los cuales mereció su inscripción en la lista de Patrimonio de la Humanidad en 1998. La mayoría de ellos están habitados, si bien ya no por beguinas. Al comienzo del siglo XX había unas 1.500 beguinas en Bélgica pero la orden ha desaparecido de manera casi total. Dos días después, a 47 km de distancia, nos encontramos con un Gante celebrando sus fiestas patronales.

Las calles de la monumental ciudad se recuperaban de la juerga nocturna a medida que avanzaba el día. Al comenzar la tarde, familias y niños llenaban las ferias y atracciones emplazadas en las plazas de la ciudad. Pero cuando entramos en uno de los tres beaterios que aún sobreviven en la localidad, vuelve a invadirnos otra vez esa sensación de recogimiento, de armonía y equilibrio con una naturaleza esculpida y domesticada por manos pacientes.

De mayores dimensiones que el de Brujas, este había sido convertido en una especie de suburbio céntrico de lujo. Las antaño humildes viviendas de las beguinas lucían hoy esa especie de aura que mezcla lo añejo con lo opulento que se manifiesta en puertas nuevas de sólida madera barnizada, tiradores de bronce y fachadas encaladas de rojo. Algunas de las casas estaban rodeadas por un elevado muro blanco, y en sus fachadas exhibían la fecha de construcción, que en algunos casos se remontaba a mediados del siglo XVII. No era difícil suponer que esas viviendas estaban muy bien acondicionadas en su interior y que la paz que se respira en el interior del beguinato es algo que en el mundo de hoy vale su peso en oro.

Pero uno de sus mayores tesoros era la abundante vegetación de que disfrutaba todo el recinto, con rincones ajardinados, antiquísimos árboles, muros cubiertos de hiedra, rosales y aislados bancos de madera en los que sentarse a leer un libro y oír cantar a los pájaros. En el centro del beaterio todavía se levanta la iglesia, que en su día atendió a la comunidad de mujeres, y lo que parecen residencias eclesiásticas, éstas ya más modernas. Vivir hoy aquí requiere unos recursos económicos nada despreciables lo que, de algún modo, contradice el espíritu original del lugar.

Las beguinas, como hemos mencionado, no eran monjas: no tomaban votos, podían volver libremente al "mundo exterior", casarse y conservaban su patrimonio, si es que contaban con él. En el caso de que carecieran de medios, ni pedían ni aceptaban limosnas, sino que se mantenían realizando trabajos manuales o enseñando a los hijos de la adinerada burguesía mercantil. No existía una autoridad que dirigiera todos los beaterios, ni una regla fija establecida. Cada comunidad era independiente y vivía de acuerdo con sus propias normas, aunque en tiempos posteriores muchas adoptaron los principios de San Francisco.
Las comunidades eran tan variadas en su estructura y funcionamiento como la procedencia de sus componentes. Algunos beaterios sólo aceptaban damas de alta alcurnia; otras estaban reservadas a mujeres en apuros económicos; otras abrían sus puertas a todo tipo de personas. Éstas últimas eran las más populares. En este beaterio de Gante llegaron a convivir miles de mujeres, algo que no nos sorprende a la vista de las dimensiones del lugar. Cuando la UNESCO decidió incluir los beaterios de Bélgica y Holanda en su lista de enclaves protegidos, no sólo tomó en consideración su carácter de ejemplos sobresalientes de planificación urbana combinando la tradición arquitectónica religiosa y secular, sino su papel de testimonio del especial papel que estas comunidades de mujeres jugaron en la cultura de la Europa del Norte medieval.

Efectivamente, admirablemente adaptadas a las necesidades sociales y espirituales de su época, se extendieron con rapidez y pronto comenzaron a ejercer una considerable influencia en la vida religiosa del pueblo. Cada una de estas instituciones pasó a ser un núcleo de misticismo, cumpliendo el papel que los monasterios jugaban en el medio rural. A finales del siglo XIII todo núcleo urbano de cierta importancia contaba con su beaterio y las ciudades más grandes, como Gante, llegaron a contar con dos, tres o incluso más. Poco a poco, a medida que transcurría el siglo XIII, empezaron a deslizarse de manera más pronunciada hacia el misticismo, haciendo menos hincapié en los trabajos artesanales y dependiendo de las limosnas. En algunos casos, este sesgo hacia una espiritualidad más profunda y libre les acarreó tragedias. Marguerite Porete, una beguina francesa, fue quemada en la hoguera de París en 1310.

Fue condenada por la Iglesia acusada de ser un Espíritu Libre. En el siglo XIV algunas de estas comunidades acabaron absorbidas por órdenes monásticas o mendicantes y otras derivaron hacia prácticas consideradas heréticas. En 1311 el papa Clemente V acusó a las beguinas de extender la herejía y fueron perseguidas bajo los papados de Juan XXII, Urbano V y Gregorio XI. Consiguieron la rehabilitación en el siglo XV, pero ya nunca alcanzaron su antiguo esplendor. Las guerras y conflictos religiosos que castigaron Europa en los siguientes siglos vieron cómo muchos de los beguinatos cerraban sus puertas y eran disueltos. En el siglo XX, sólo persistían los de Brujas, Lier, Malinas, Lovaina y Gante.

Hoy, la mayor parte de los turistas que traspasan las puertas de los beguinatos hasta los jardines rodeados de agradables casitas, lo hacen de manera apresurada y ciega al peso histórico de esos lugares. Sin embargo, el cuadro de la vida urbana, social y religiosa de las ciudades de los Países Bajos en la época en que éstas se convirtieron en centros de referencia europeos, no puede completarse sin esta valiosa figura, trazada y coloreada por generaciones de mujeres.