La anécdota tuvo lugar hace poco. Nuestro hijo menor, de nueve años, me pregunta:
- Papá, ¿por qué todos llevamos en primer lugar el apellido del padre y no el de la madre?
A lo que yo respondo:
- Porque es una tradición de hace muchos años que pocos se cuestionan. Los romanos lo decidieron así, pero eso puede cambiar. Los romanos ya no existen.
Él contesta con una inocente y poderosa reflexión:
- Creo que lo normal sería llevar el apellido de nuestra madre primero, porque ella nos ha dado el cuerpo.
¡Magnífico! ¡Y sin haberlo condicionado por mi parte!
¿Será que la mente de los niños que crecen en libertad tiende a confiar en la matrilinealidad, y no a desconfiar de ella?
Desde luego, yo le respondí que compartía su opinión, y que a mí también me gustaría poder lucir en primer lugar el apellido de mi madre. En ese momento le propuse la posibilidad de cambiar el orden de nuestros apellidos, y su respuesta fue que se lo pensará. Comprendo que no es una decisión fácil, pero al menos sabe que yo no me opongo, sino todo lo contrario.
Es curioso que en una familia donde predominamos varones nos planteemos restaurar la matrilinealidad.
La revolución se abre paso. El patriarcado, con todas sus castas, se desmorona.