27 de enero de 2011

Poder femenino y dominio masculino: sobre los orígenes de la desigualdad social.


Sanday, Peggy Reeves
Female Power and Male Dominance: On the Origins of Sexual Inequality
Cambridge Univ. Press, Cambridge, 1981.

ISBN 0-521-28075-3

Selección de textos traducidos de esta web.

En este libro, la profesora Peggy Reeves Sanday proporciona un rompedor examen del poder y la dominación en las relaciones entre hombres y mujeres. ¿Cómo se originan las formas de interacción entre sexos con aprobación social? ¿Por qué son las mujeres vistas como una parte necesaria en los ámbitos político, económico y religioso en algunas sociedades y en otras no? ¿Por qué algunas sociedades tejen símbolos sagrados de poder creativo en beneficio de un sexo y no de otro? La profesora Sanday ofrece soluciones a estos puzzles culturales mediante estudios de campo en más de 150 sociedades tribales.

Ella establece sistemáticamente el amplio abanico de variantes entre los roles masculinos y femeninos y sugiere un marco de trabajo teórico para explicar estas variaciones. Rechazando el argumento de la subordinación femenina universal, la profesora Sanday argumenta que la dominación masculina no es inherente a las relaciones humanas, sino una salida ante distintas tensiones culturales.

Aquellos pensados para encarnar, contactar o controlar las fuerzas creativas de la naturaleza son percibidos como poderosos. Aislando los mecanismos simbólicos y comportamentales que instituyen la dominación masculina, la profesora Sanday muestra que los roles de poder derivan en parte de antiguos conceptos de poder, tal como ejemplifican sus mitos originales. Poder y dominación son luego determinados por la adaptación de las personas a su entorno, conflicto social y estrés emocional. Ello viene ilustrado con casos de los efectos del colonialismo europeo, migraciones y hambrunas, y reforzado por numerosos datos estadísticos que asocian desigualdad social y tensiones culturales.
(...)

Las bases del poder y la autoridad político-económicas femeninas

Hasta bien recientemente, prevalecía entre los antropólogos el consenso de que la dominación masculina era universal. Se ha apuntado, por ejemplo, "que todas las sociedades contemporáneas están dominadas por varones", y que "la asimetría sexual se presenta como un factor universal de la sociedad humana". La expresión más extrema de esta premisa subyacente sostiene que ese "supremacismo masculino" es "casi universal" y que "ni una sola pizca de evidencia, histórica o contemporánea, confirma la existencia de una sola sociedad en la cual las mujeres controlaran las vidas de los hombres, política y económicamente". Este consenso fue una reacción al argumento propuesto en el siglo XIX por Johann Bachofen y Lewis Henry Morgan de que hubo un tiempo pasado en la cultura donde las mujeres dominaban y gobernaban. Bachofen basó sus creencias en restos arqueológicos que indicaban la importancia de diosas femeninas y reinas, y en la mitología de antiguas civilizaciones que pintaban a las mujeres como poderosas. Morgan basó su argumento en su estudio de sociedades como los iroqueses donde, según él, las mujeres estaban al cargo de la economía, la descendencia pasaba por vía materna (matrilinealidad) y las mujeres jugaban un papel crucial en actividades rituales y políticas.

Puesto que la teoría del matriarcado ha sido resucitada como un hecho histórico por feministas contemporáneas, los antropólogos han estado buscando sociedades "donde las mujeres ostenten un poder y autoridad superior a la de los varones de forma públicamente reconocida". Tras no haber encontrado ninguna sociedad en la que las mujeres ocuparan las principales posiciones de liderazgo, los antropólogos siguen argumentando que la dominación masculina es un hecho universal.

Hay un sesgo tendencioso en este punto de vista, comprensible dada la identificación occidental entre "dominación" y "liderazgo público". Definiendo "dominación" de forma distinta, se muestra cómo en muchas sociedades el "liderazgo" masculino está equilibrado por la "autoridad" femenina. Por ejemplo, entre los Ashanti, Iroqueses y Dahomeyanos, aunque las mujeres no eran tan visibles como los hombres en los asuntos públicos externos, su derecho a vetar las acciones masculinas sugieren un sistema dual de control y equilibrios donde ninguno de ambos sexos dominaba sobre el otro.

Alice Schlegel lo saca a colación cuando anota que el poder de las mujeres iroquesas para realizar o cambiar decisiones políticas, vetar la guerra, y controlar propiedades es "equiparable a poderes conferidos actualmente a posiciones de autoridad centralizada, ¡desde el Presidente de Estados Unidos hasta el gobierno local!". (...)

Independientemente de la configuración cultural, de los poderes atribuidos u obtenidos por las mujeres, ellas raramente sostienen papeles de liderazgo central. Las mujeres o bien delegan posiciones de liderazgo en hombres seleccionados por ellas mismas, o esas posiciones son asignadas sólo entre hombres. En esos casos en que las mujeres delegan tal autoridad, retienen el poder de veto sobre las acciones de quienes ellas han elegido.

Una cuestión que surge a menudo entre los antropólogos es por qué las mujeres eligen delegar el liderazgo en vez de apropiarse del poder para sí mismas. La respuesta es que para las mujeres resulta más eficiente delegar que monopolizar el poder. (...) En muchas sociedades, como cuidadoras de sus bebés, las mujeres ocupan una posición central en el reino de la última autoridad. "Ya sea el jefe de la tribu grande o pequeño", dicen las mujeres de un grupo africano, "lo que importa es que éste fue parido por una mujer".

Esas mujeres protestan ante las decisiones injustas del jefe tratándolo como a un niño. Ellas o bien recurren a la vergüenza y el ridículo mientras exponen sus quejas, o llegando al extremo, marcharán con la cabeza alta y pechos desnudos mientras los hombres quedan atrás en un estado de pasivo silencio embarazoso, como si hubieran sido superados por una fuerza militar superior. Esta estrategia sólo funciona eficazmente en pueblos que crean en el poder e invencibilidad de la feminidad.

El poder y la invencibilidad de la mujer subyacen en el mundo de mujeres presente en los sistemas políticos duales (dual-sex) del oeste africano. (...) En sistemas políticos duales como los Obamkpa, cada sexo tiene su esfera autónoma de autoridad y áreas de responsabilidad compartida. Las relaciones de mayor solidaridad se dan entre hombres y entre mujeres. En otras sociedades, las relaciones entre aldeas adquieren máxima solidaridad entre mujeres o personas relacionadas a través de mujeres.

Las sociedades en las cuales las principales relaciones de solidaridad implican a las mujeres son llamadas frecuentemente "matrifocales". En ellas, las mujeres son por lo general productoras y controlan los recursos económicos. Comparando sociedades matrifocales del Sudeste asiático, Nancy Tanner encuentra un denominador común en el rol femenino. Las mujeres con lazos de sangre se mantienen en contacto frecuente a través de grupos de ayuda mutua. Las mujeres toman las decisiones y son como mínimo tan asertivas como los hombres. En todos los casos, las mujeres ocupan posiciones centrales en el grupo de sangre. El rol de "madre" es ritualmente elaborado, y es mucho más importante que el rol de "esposa". Aunque la contribución económica de los hombres, ya sean maridos, hermanos o hijos, es importante, las mujeres pueden cuidar de sus hijos de manera efectiva con un mínimo aporte por parte de ellos. El lazo masculino-femenino más fuerte que se establece en las sociedades matrifocales es entre madre-hijo. Los hijos son bienvenidos cuando regresan tras largo tiempo de ausencia, pero con los maridos se es mucho menos tolerante. Entre los Atjehnese de Sumatra, Tanner afirma que los maridos y los padres no figuran en el imaginario del "más allá" de las mujeres. El Paraíso se entiende como un lugar de abundancia donde las mujeres se reúnen con sus hijos y sus madres. En otra sociedad de Sumatra (los Minangkabau), Tanner apunta que el Cielo es la planta del pie de una madre. A la mítica reina madre de este grupo se refieren todos con la expresión literalmente traducida como "Propia Madre". Su importancia es celebrada en los trajes cerimoniales de las mujeres, en bodas y en procesiones. Ella no tuvo marido, su hermano no es mencionado, mientras que su hijo, sin embargo, juega un papel importante en todas las historias sobre Ella."

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Una innovación económica importante que incrementó la capacidad de las mujeres Afikpo Igbo para ser tratadas como iguales por los hombres fue la introducción del cultivo de la mandioca. Los hombres rechazaron cultivar la mandioca por considerarla inferior. El control sobre la producción y comercio de la mandioca, que ganó rápida aceptación como un cereal de subsistencia, se convirtió en una fuente importante de independencia económica para la mujer. Mintz cita a Ottenberg, quien comenta sobre la reacción de las mujeres ante el cultivo de mandioca:

Hoy las mujeres no se preocupan de que sus maridos no les den comida, pues ellas pueden ir a la granja y conseguirla. Si una mujer tiene algo de dinero, alquila o compra un terreno y planta mandioca. Al año siguiente, ella puede vender lo cultivado y ganar un dinero. Entonces ella puede decir "¿Para qué quiero a un hombre? Yo tengo mi propio dinero."
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La mujer tiende a concentrar mayor poder económico en sociedades agrícolas comparado con sociedades de caza. (...) Sin embargo, en sociedades tecnológicamente complejas parece inhibirse la expresión del poder político, económico y simbólico femenino. Esto puede explicarse de distintas formas. Primero, el argumento de Eleanor Leacock según el cual las sociedades agrícolas precoloniales eran igualitarias, y las mujeres participaban públicamente en decisiones económicas y sociales. Basándose en las propuestas avanzadas por Engels, Leacock argumenta que con un incremento de la especialización tecnológica, la producción para el consumo cambia hacia una producción para el intercambio de bienes. Esta última forma de producción, afirma ella, retira el control directo sobre la producción de manos de los productores y crea nuevos lazos económicos que destruyen la colectividad de familias mancomunadas. Las mujeres pierden el control de su producción porque son relegadas a hogares individuales, donde se convierten en meras dispensadoras de servicios y productoras de bebés. Este proceso, afirma Leacock, se vió amenazado allí donde las mujeres se organizaban para mantener y proteger sus derechos. (...) Aunque las mujeres seguían cultivando cereales en varias sociedades, dice Boserup, esta actividad no tenía ya la misma significación social. El prestigio de los hombres creció porque ellos recibieron la tecnología de las sociedades colonizadoras y actuaron como intermediarios entre las antiguas y nuevas tradiciones. Allí donde los hombres pasaban a formar parte de la industria y las mujeres continuaban siendo productoras primarias para los hogares, el trabajo de ellas ya no necesariamente significaba poder económico para ellas. A medida que los hombres eran más dependientes de la economía colonial, ellas, a su vez, eran más dependientes de los hombres.

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De acuerdo con Harris, las instituciones masculinistas emergen como "producto de guerras, del monopolio masculino sobre las armas, y del uso del sexo para nutrir personalidades agresivas". La guerra "no es expresión de la naturaleza humana, sino una respuesta a presiones demográficas y ecológicas. Por lo tanto, la supremacía masculina no es más natural que la guerra".

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